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Maite Fernández

Mirando, para no preguntar

Maite Fernández

La luna como excusa

21 de julio de 1969, al sur del Mar de la Tranquilidad, a 384.403 km de su casa, un joven teniente americano pisó por primera vez la luna. Neil Armstrong es recordado, seguramente, por la Historia como el astronauta más famoso de todos los tiempo. 11 hombres más (si, ninguna mujer) han podido caminar por la superficie lunar después. Todas las expediciones tuvieron lugar entre 1969 y 1972. Todas se llamaron Apolo. Pero sólo recordamos el nombre del cohete. Tenemos que acudir a la Wikipedia para saber cómo se llamaban el resto de los astronautas.

Era la época de la guerra fría, el momento en el que las potencias tenían que demostrar quien llegaba más alto. Costara lo que costara. Nuestro satélite, en realidad una enorme roca gris, esférica y polvorienta, fue durante esos años explorada por unos señores que dejaron allí su huella. Y como en la Luna no hay atmósfera, ni viento, ni ningún selenita que pase la mopa, las suelas de los astronautas permanecerán allí marcadas por los siglos de los siglos.

El horno microondas, el velcro, el GPS, las lentes de contacto, el pegamento loctite y el láser son objetos e instrumentos corrientes que hoy no existirían si no hubiera sido por las tecnologías desarrolladas para la exploración espacial. Los inventos para el espacio han pasado a formar parte de la vida cotidiana. Esta sería actualmente mucho más difícil si no existieran los utensilios inalámbricos, los pañales infantiles desechables, las sartenes antiadherentes, los termómetros digitales o simplemente los códigos de barras, que han simplificado el comercio minorista, y que fue un invento de la NASA para identificar los millones de piezas de sus naves. O los chips que forman parte de cualquier gatget tecnológico que se nos ponga por delante. Se lo debemos a la luna.

Esa hazaña de pisar la luna se ha comparado mucho con la llegada de Colón a América. Pero en realidad se parece mucho más al «paseo» de aquella flota china que llegó, hacia 1420, a la costa oriental del África y descubrió las jirafas y los rinocerontes. Sorprendidos por ese nuevo territorio los marineros volvieron para contárselo a su rey. Pero él decidió olvidar esas tierras perfectamente innecesarias para su mayor gloria. Con la Luna pasó lo mismo: fueron, pisaron, no volvieron. Y allí sigue la luna, tan distante y tan vacía como aquel 1969.

Hace 50 años quisimos mirar la luna de otra manera. Pensamos inocentemente que en los próximos veranos los pasaríamos en esa «bombilla» que se encendía en el cielo de verano. Las cosas estaban cambiando tanto en esas fechas que nada nos parecía extraño. Era la época de los hippies, del black power, de los melenudos de Liverpool y sus alocadas fans. Eran los tiempos del bikini, la minifalda y las playas ocultas tras los adoquines. La conquista del espacio era la versión estatal de que todo se podía cambiar. De que no había barreras, ni fronteras, de que podíamos romper cadenas y dejar incluso de ser terrícolas. Nos engañaron.

Teníamos, entonces, una confianza en el futuro que de alguna manera hemos perdido. La Conquista del Espacio era uno de sus símbolos. Ahora el futuro nos suena a amenaza. En el futuro vemos nuestro planeta sucumbir ante el cambio climático. Pensar en viajes espaciales es casi casi hablar se supervivencia. Ya no miramos con curiosidad a la luna, ni nos preguntamos qué habrá en su cara oculta. Nuestra mirada a Marte es más codiciosa. Hemos pasado del anhelo de aventuras a la urgencia de explotar como si fueran minas nuevos refugios interestelares.

Estamos hablando mucho estos días de esas imágenes que hemos visto -borrosas y confusas- una y mil veces sin comprender del todo donde reside la importancia de aquella expedición. Quizá lo más decisivo de ese viaje a la luna no fue la impronta de Amstrong en la superficie lunar, sino que 500 millones de personas pudimos verlo desde toda la Tierra. Fue el pequeño paso para el hombre y gran paso para la globalización. Se consiguió la primera trasmisión global simultánea, un «tiempo común» donde todos consumimos lo mismo. Esos 500 millones, que entonces eran una barbaridad de espectadores, son los mismos que ahora miran, cualquier miércoles, una semifinal de Champions. La luna fue la excusa.

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