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La ruta de la seda

La globalización pensó el renacimiento de Asia, pero no tuvo en cuenta el eclipse de Occidente. Veinte años después de los acontecimientos de Tiananmen, sigue causando asombro la voluntad imperial de China y su crecimiento ilimitado. Trump intenta recomponer las relaciones comerciales con el nuevo gigante oriental, pero la realidad es que, un trimestre tras otro, la brecha entre los dos países no cesa de aumentar. Lógicamente, la nueva guerra fría económica mira de reojo sus zonas de influencia. En el fondo, no se trata de colaborar -aunque la colaboración resulte imprescindible sino de ejercer el dominio político. La clave quizá sean las cadenas de valor que se deducen de las zonas de influencia. Es decir, la sombra de un imperio garantiza seguridad y crecimiento económico, aunque sea parasitario. Y Europa se mueve entre esos dos mundos -América, China-, surgidos de la insuficiencia del propio proyecto de la Unión y del temor que produce el nacimiento de una potencia que ni es democrática ni muestra deseos de serlo.

A medio plazo, el atlas que desea Pekín responde al diseño de una gigantesca red de infraestructuras denominada “Ruta de la Seda”. Se trata de promover la globalización al máximo desde una perspectiva que concibe a Europa en términos estrictamente geográficos; léase, como mero apéndice del continente asiático. El flujo del comercio iría de Shangai a Rotterdam, de Yiwu a Bilbao. Nuevos oleoductos, ferrocarriles, macropuertos, bases militares y centrales energéticas rediseñan el latido comercial del planeta bajo el paraguas oriental y en abierta competencia con los Estados Unidos. Lógicamente, el crecimiento económico se expande a medida que se impulsa la creación de las nuevas infraestructuras, pero también en función de las dependencias y lealtades políticas. En su desarrollo, China exige respeto en un mundo que se desplaza del Atlántico al Pacífico, de la multipolaridad a una bipolaridad estricta en la que ya ni Washington -ni antes Londres- ocupan el centro. Como sugiere el exministro portugués Bruno Maçães, la iniciativa de la Ruta de la Seda “constituye un desafío directo a Occidente”; incluso a pesar de la superioridad tecnológica y científica que todavía mantienen los Estados Unidos.

En un coloquio público reciente, Peter Thiel, uno de los fundadores de PayPal, se preguntaba por el nivel de infiltración del espionaje chino en Google. Sea eso cierto o no, el tema del Big Data y los nuevos avances en Inteligencia Artificial plantean grandes retos a las sociedades modernas. De nuevo Maçães se cuestiona qué sucedería si China en las próximas dos décadas fuese capaz de dar un gran salto tecnológico en algún campo relacionado con la biología sintética o la inteligencia artificial que desafiara la tradicional superioridad científica de los Estados Unidos -un “momento Sputnik", lo denomina. No es algo que debamos descartar ni mucho menos y que convertiría la pugna entre las dos grandes potencias en lo que realmente es: una guerra fría que va más allá de la economía para situarse en el campo de los modelos políticos -uno democrático e inclusivo, por muy imperfecto que sea; otro autoritario y tecnocrático, por muy efectivo que resulte-. Washington y Moscú parecen haber entendido el sentido de esta confrontación de una forma mucho más nítida que la anquilosada Europa. De un modo más cruel y temible también. Fukuyama podía tener razón al señalar que la Historia se acercaba a su final con el triunfo de la democracia liberal. Podía tenerla, claro está, a largo plazo. A corto, la Historia ha recuperado en el siglo XXI un ritmo mucho más acelerado e imprevisible de lo que hace apenas unos años nos atrevíamos a imaginar.

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