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Navidades trágicas

En la inauguración de la exposición de Romero de Torres, un amigo especializado en información económica me confesó que, según su opinión, mis artículos carecen de dureza. Responderé como Ágatha Christie a su cuñado, quien le había reprochado a la escritora que sus asesinatos cada vez eran más «civilizados»: dedicándole su cruenta novela Navidades trágicas. Va por ti, maestro.

Mientras se comen canapés, la Fundación Bancaja es un lugar delicioso para hablar de arte y de economía si conseguimos olvidar, muchos ya lo han conseguido, los 42.000 millones de euros que regalamos a los bancos a fondo perdido. Aclarar conceptos y la perversa relación entre altruismo/arte - y empresa/economía- es lo que pide a gritos esta ciudad. Socorro, que alguien haga algo.

Cuando acabé mis estudios en los 80 y decidí trabajar en la pública para un programa de música y relatos de la entonces Radio 3, mi hermana me bautizó con su sorna habitual «el poeta de la familia»; el muerto de hambre, vamos, el artista. Mi cuñado prefería la idea de «parásito social». Mi padre, más sarcástico, me enviaba recortes de prensa del escándalo punk de Las Vulpes -una canción llamada Me gusta ser una zorra- preguntándome si mi ocupación consistía en algo de eso. Sólo se horrorizaron cuando me hice mediático en Tele 5 y mi «poesía» llevó implícita un cheque con una equis cantidad de dinero. El dinero sustituye con creces, ya lo hemos visto gracias a nuestros políticos, ese ilegítimo mérito que son los estudios especializados, los exámenes presentados en fechas precisas o los diplomas recibidos solemnemente.

En otros países más felices que el nuestro, donde la dignidad humana y los derechos fundamentales no son transgredidos, donde saben que la industrialización es destructora porque es humana, los artistas son valorados y tenidos en cuenta. Un ejemplo: Bernard Maris, miembro del Consejo General del Banco de Francia y diplomado en Ciencias Políticas y Económicas, que falleció en el atentado que tuvo lugar en la sede de la publicación Charlie Hebdo, donde trabajaba. En un país civilizado, a nadie le extraña que uno de los hombres más preclaros de las nuevas teorías económicas escribiera en una revista satírica conocida por sus portadas de pésimo gusto dedicadas a Mahoma, Jesús o Yahvé.

La economía y el arte no son ciencias. Son cuestiones fortuitas afortunadas que dependen de los millones de humores y electricidades humanas que se mezclan en el mundo. Raros experimentos. Y en eso son idénticas. Pero si el señor Goodyear, volcando involuntariamente caucho en un crisol lleno de azufre, inventó la ebonita, sería una locura seguir más años, con gobiernos de derecha o de izquierda, echando tinta a la mayonesa o aspirina al agua bendita, esperando que el afortunado acontecimiento se repita y de ahí salga la piedra filosofal que nos resuelva los obstáculos.

No hace falta leer el sesudo Informe del Estado de la Cultura en España para comprender lo que pasa: aquí los artistas y los pequeños trabajadores de todo lo relacionado con las letras, la danza o la música, si no son funcionarios, trabajan poéticamente, porque su trabajo no es tan honrado ni sacrificado como el de un oficinista.

¿No se dan cuenta de qué espantosa suma de mediocridades, de hipocresías, de compromisos, de vulgaridad moral, de deslealtades ideológicas, que ha de estar hecha una persona para que la sociedad la juzgue honrada? Para ser verdaderamente honrada, una persona debería, como insinuó mi amigo, pasarse el día diciendo verdades, denunciando prepotencias, derribando ídolos, arrancando máscaras, pinchando globos, rehusando complicidades o aireando estafas. Debería hacer sentir hambre a un juez para que el hambre, expresión literaria, recobrase sus significado concreto, ese hambre que retuerce el estómago como un estropajo.

El arte ni se encuentra, ni deslumbra repitiendo las mismas salmodias. La economía tampoco. Ambas se hacen a partir de la necesidad, del hambre de morder fruta fresca y ácida, no comida enlatada. De abrir el corazón. De viajar con los cinco sentidos. El problema son esos economistas desconocidos, muertos en la guerra económica, que durante su vida explicaron magníficamente lo que pasaría mañana porque se habían equivocado ayer y que saborean con delectación la palabra «gratis». Y si no conseguimos nada en claro, eliminemos estas dos disciplinas de nuestras agendas políticas; que vuelvan cuando sean realmente necesarias y valoradas para ser llevadas a cabo. Cuando los economistas hayan desaparecido, habrá desaparecido la servidumbre voluntaria y la explotación humana. Reinará el arte, el tiempo elegido y la libertad. ¿Quién soñaba esto? Pues Keynes, el más grande de los economistas, ¿quién si no?

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