Habría sido señal de un prejuicio incívico que cuatro millones de españoles no pudieran contribuir a formar gobierno, cuando los números daban para formarlo. Las formas en que Casado y Arrimadas han reaccionado al paso atrás de Iglesias y a la apertura de negociaciones sobre ministerios en un futuro gobierno, parecen brotar de ese mismo prejuicio, como si los votantes de Podemos y sus cuadros fueran unos apestados. ¿Qué sentido de la democracia alienta tras estos comentarios? Un gobierno de populistas radicales e independentistas, dicen para deslegitimar una opción que es la que más gusta a los votantes. Respecto de populismo, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. La cuestión de los independentistas es más complicada, pero no parece que vayan a entrar mañana en la Moncloa cantando Els Segadors.

Lo que ese prejuicio incívico quiere aumentar es el miedo que puede generar lo nuevo entre una ciudadanía que hace bien en desconfiar de la clase política, que no nos da muchas alegrías. Sin embargo, aumentar ese miedo potencial no me parece ni sensato, ni democrático, ni razonable. Comprendo, por supuesto, las cautelas de los ciudadanos que miran con atención lo que el pacto entre PSOE y UP pueda dar de sí. Cualquier fuerza política nueva que entre en el gabinete de gobierno siempre genera cierta inquietud, incertidumbre, una expectativa ambivalente. Sirva reconocer a esta parte de la ciudadanía y comprender la legitimidad de sus cautelas para llamar la atención del futuro Gabinete, en especial de las personas que pertenezcan a UP, y extremar así el rigor, la profesionalidad y la limpieza de sus actuaciones.

Sin embargo, hay muchas razones para apoyar un gabinete de esta naturaleza. Ante todo, la comprensión obvia de que el fracaso del mismo implicaría una clara motivación para las fuerzas clásicas de la política española, y una decepción tan desmovilizadora para la ciudadanía que apuesta por la novedad, que el triunfo del inmovilismo ya sería imparable en unas nuevas elecciones. Este fracaso también sería el de Pedro Sánchez, cuyo mérito fundamental reside en haber abierto este campo de juego. Sánchez debe saber que para pactos con C’s o para líneas de actuación semejante, el PSOE cuenta con cien candidatos para hacerlo. Para emprender este camino de pactos con UP, él es insustituible. Cualquiera que sepa algo de política, comprenderá que el fracaso de este posible Gobierno de coalición sería la consumación de la muerte política de Sánchez. Así que aquí Iglesias y él están en la misma situación. Están obligados a caminar juntos y a ser posible una legislatura entera. De otra forma su suerte está echada.

Otra razón para apoyar este camino es que se ha reclamado y concedido un sacrificio demasiado alto de tiempo y de ambiciones legítimas, como para hacer de los obstáculos menores muros que hagan fracasar un proyecto que ha sido recibido en muchos sitios con anhelo. Nadie entendería que tras el veto a Iglesias, que tiene elementos de racionalidad indudables, se ocultase un veto a los restantes hombres y mujeres de UP. Eso no sería noble, ni franco y dejaría a ese electorado instalado en una ira estéril e irredenta, como si fueran ciudadanos sin derecho a participar en el Gobierno.

Por supuesto, la solución a la que se ha visto forzado puede ser positiva para Iglesias. Puede ensayar la fórmula de la clase política quizá más solvente de España, la del PNV, que jamás unifica la figura de su Secretario General con la de su Gobierno. Aprovechar bien esta situación puede ser un buen sistema para que Iglesias tenga una mejor imagen entre una ciudadanía reflexiva.

Pero hay más razones para apoyar con firmeza un gobierno de esta índole. No es la menor que su fracaso tendría profundas y negativas consecuencias. Ante todo, la política española daría un giro radical, llevaría al gobierno a actores que se parecen como cuatro gotas de agua respecto de la posición catalana (pues una parte del PSOE, representada por las viejas glorias como Guerra y por los nuevos conservadores socialistas como García Paje, no se diferencia mucho de las posiciones de C’s o de Casado) y cuando este asunto pase a ser la cuestión central, los matices diferentes respecto de los derechos individuales no obstaculizarían las unanimidades. Pero así se forjaría una homogeneidad nacionalista española que dejaría al sistema político expuesto a un fracaso colectivo inevitable, porque la posición de este sector de las elites políticas sobre Cataluña no puede conducirnos sino a un fracaso como pueblo. Tal situación haría colapsar la lenta recuperación del PSC y haría imposible mantener el complejo, discreto pero eficaz desmantelamiento de la bomba de relojería del independentismo iniciado por ERC.

Un país no puede asumir la noticia de que tiene que comerse por obligación, bien o mal, unas elites políticas que le han llevado a una situación de encono, bloqueo institucional y cansancio colectivo como el que venimos padeciendo. Es preciso cerrar el ciclo de deslegitimación de las realidades catalanas que llevó al independentismo. La experiencia que ha hecho la democracia española en este proceso de escalada simétrica de los dos nacionalismos es sencilla: por ese camino no hay salida y uno siente estupor cuando escucha hablar a Aznar de la pérdida de una centralidad que él mismo fue el primero en erosionar. Dudo que haya hoy un actor político serio que ignore que la legalidad se va a respetar en España, pero conviene que se unan las fuerzas de todos aquellos que creen que esa legalidad ofrece margen para reformas. Si este gobierno de coalición fracasara, perderíamos toda esperanza de iniciar un camino de progreso en los próximos años.

Pero esta ampliación de los actores en la política española se ha de dar en una proporción adecuada. Nadie puede desconocer la amplia experiencia gubernativa del PSOE. En el seno de un gabinete que cuenta con personas y equipos solventes, las nuevas incorporaciones encontrarán el ambiente adecuado para aprender. Pueden que ellas tengan que improvisar algunas cosas, pero el país no correrá grandes riesgos mientras estén apoyados por colegas más experimentados. Así que la mejor noticia es que grupos de personas que hasta ahora no se habían acercado a un Consejo de Ministros, puedan conocer desde dentro lo que es el Estado y estén en condiciones de adecuar las expectativas de cambio a las que concede la maquinaria de una Administración que tiende a la inercia. Sin embargo, el hecho de que Iglesias esté fuera del Gabinete será también un seguro para que ese Gobierno no se dé por satisfecho demasiado pronto. En suma, creo que podemos contemplar con cierta serenidad y agrado la ampliación de nuestras elites dirigentes. No hay mejor crisol del juicio que la experiencia. Con seguridad, de entre las personas que se incorporen a tareas de Gobierno, saldrán muchas valiosas capaces de acreditarse ante los españoles.

Pero si no fuera así, tampoco se correrían grandes riesgos. Nada más angustioso que el hecho de que un país vea una y otra vez a sus viejos expresidentes de Gobierno auto-presentarse como los portavoces autorizados del futuro, mostrando su falta de confianza en el país que ellos hicieron. Quizá transformar las realidades de un país requiera equivocarse, pero creer que sólo sus viejos líderes pueden dar en el clavo es darnos por perdidos. Deberían aprender algo del espíritu esperanzado, abierto y carente de impostación de Carmena, tal y como lo mostró en la última entrevista que le concedió a Pepa Fernández, a quien agradecemos los buenos veinte años en que nos ha mostrado un país vivible, razonable y plural. No tenemos razón alguna para pensar que este Gobierno que ahora se abre no sea de esta índole. Casado, que ya ha anunciado que el pacto acabará mal, ha proclamado de esta forma lo que más teme.