Happy Days Are Here Again, los días felices han vuelto cantaba Barbra Streisand en la comedia musical Funny Girl. Conocidas sus convicciones demócratas seguramente la voz optimista de la cantante resulta hoy más necesaria que nunca, al menos como suplemento vitamínico entre el desnutrido electorado norteamericano sin duda aturdido ante la avalancha trumpista. Lo que parecía una temporal y extravagante elección lleva camino de instalarse como la versión desacomplejada del The American Way of Life del siglo XXI. La estación del verano, cuando ya se ha rebasado una cierta edad, siempre tiene algo o bastante de nostalgia por esos días felices que han quedado colgados en la memoria, suspendidos entre el balanceo de una colchoneta sobre el mar y la canción de moda que llegaba desde un transistor.

Entre la ensaladilla rusa guardada en la nevera la noche anterior y el termo con el café que mantenía el orden

establecido como colofón al picnic veraniego. Y despues estaba el mar, ¡ah, el mar! la mer toujours recommencée de los versos del poeta Paul Valéry que Joan Fuster citaba en su robusto y ya clásico libro El País Valenciano. Hace unos días la periodista María Ángeles Arazo en una entrevista realizada por Eugenio Viñas lo catalogaba como «político». Quiero pensar que la veterana periodista no conoce ni se ha leído textos tan ingeniosos como el Diccionaris per a ociosos, por solo citar uno de sus libros más conocidos, o las excelentes crónicas que escribía para el diario La Vanguardia. Reducir a Joan Fuster a la categoría de «político» me parece tan irreflexivo o estrambótico como catalogar a estas alturas de la contienda política de liberal al secretario de Ciudadanos, el señor Albert Rivera.

A la vista de su discurso el otro martes en la sesión de investidura perfectamente se podría haber intercambiado por el del jefe de Vox, el señor Santiago Abascal, que cada vez que lo veo -me reconozco cierta perversidad en la mirada- me lo figuro con una faldita corta de guerrero espartano emulando a los valerosos protagonistas de la película 300. A su compañero, Iván Espinosa de los Monteros -o IEDM para abreviar- lo veo en un papel más contemporáneo; a juzgar por su físico no desentonaría nada en una opereta tipo La viuda alegre como oficial decimonónico o amante despechado de Sara Montiel en La reina de Chantecler.

Estos días escucho el último disco del cantautor italiano Gino Paoli, Appunti di un lungo viaggio. Paoli es uno de esos cantantes que ha forjado con sus canciones la memoria sentimental de varias generaciones de italianos y también de otras geografías. Canciones como Sapore di sale transmiten como muy pocas esas instantáneas o momentos de sensualidad física asociadas a la estación del verano. Recuerdo que tuve la oportunidad de entrevistarlo con ocasión de un concierto que realizó en València al Teatre Principal, si no ando equivocado el primero y el último, y se refirió a la historia de una de sus canciones, Senza fine, una bellísima melodía amorosa que se podía escuchar en los títulos de crédito de la película Avanti (o el infame título español Que ocurrió entre tu padre y mi madre) de Billy Wilder.

Durante un viaje a Italia de Frank Sinatra, en ese momento recién casado con Mia Farrow, el cantante se enamoró de la canción y le comunicó a Gino Paoli su intención de adaptarla y cantarla en inglés. La grabación se demoró un poco y entre tanto Sinatra acabó divorciándose de Mia Farrow. Y aquella melodía que había rubricado sus días felices junto a la joven intérprete ahora se había transformado en una pesadilla melódica que le recordaba a su díscola ex esposa. De manera que la canción quedó aparcada y para frustración de Paoli la voz de Sinatra nunca llegó a interpretarla. Como premio de consolación, el tema finalmente quedó registrado por Dean Martin.

A sus 84 años Gino Paoli ha realizado un trabajo creativo que muchos jóvenes músicos no se atreverían a poner en pie ni ofrecer a ninguna casa de discos. Frente a la tiranía de la canción de tres o cuatro minutos, Paoli ha roto con el orden/tiempo canónico para dejarse llevar por una corriente de fragmentos, pedazos de canciones, sin necesidad de estribillos y otras servidumbres literarias y musicales; todo ello en un ejercicio anticonvencional y sin duda audaz al que no estamos acostumbrados y más cuando el artista ha pasado a formar parte del panteón de las grandes glorias y lo más frecuente es asistir a un déjá vu, animado por un público que sólo desea escuchar aquellas canciones que han quedado guardadas en la memoria de sus vidas. Una actitud que sin duda reduce los movimientos creativos de todo cantante y músico abocado a convertir sus recitales en un Greatests Hits.

Algunos de mis días felices están inseparablemente unidos a la música. Como momento importante de mi vida, por lo que tuvo de epifánico y el descubrimiento de otro tipo de sensibilidad musical, el recital de presentación del álbum Dedicado a Antonio Machado a cargo de un joven Joan Manuel Serrat en el Teatre Principal. En ese tránsito de la infancia a la adolescencia los poemas de Machado en la voz de Serrat resultaban una ventana abierta a la fantasía y una invitación a traspasarla en libertad. En uno de esos primeros viajes universitarios al otro lado de los Pirineos asistí en la Sala Olympia de París, ese mismo escenario por donde habían desfilado nombres como Edith Piaf, Jacques Brel o Charles Aznavour, a un concierto de Georges Moustaki. Como colaborador estaba una bandoneonista argentino hasta aquel momento desconocido para mi llamado Astor Piazzola. Por supuesto al salir del concierto corrí a la tienda de discos más cercana donde me compré varios álbumes del músico argentino. Otra secuencia inolvidable y que guardo en mi memoria fue ver y escuchar al cantautor brasileño Chico Buarque. En un momento de la actuacion el músico encendía un cigarrillo mientras su silueta se dibujaba sobre el escenario y una espiral de humo se deslizaba sensualmente. Aquel gesto me pareció la cosa más sofisticada y al mismo tiempo natural, solo capaz de realizarla un artista que controlaba hasta el más mínimo detalle, expresión, todo lo que ocurría en el escenario.

Ahora, en estos últimos días de julio, mientras el día pasa del azul intenso de las mañanas a ese blanco cegador del mediodía, el recuerdo de los días felices regresa con fuerza, aunque solo sea para señalarme un tiempo donde todo parecía nuevo, extraordinario y por descubrir.