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Silencio, por favor

Ruido obligatorio. Es el último síntoma de una sociedad enferma. Nuestros oídos se han acostumbrado tanto al estrépito que ya no somos capaces de vivir en silencio sin someternos a riesgos severos. Así se deduce de la medida tomada por la Comunidad Europea este mismo mes. Después de tanto buscar aparatos silenciosos, resulta que ahora se prohíbe su mutismo. La nueva norma, llamada sistema de alarma acústica de vehículos, obliga a los fabricantes a que los coches eléctricos emitan un ruido equivalente al del motor de combustión tradicional.

Resulta que el silencio es peligroso, especialmente para personas más expuestas: los ciegos y los ciclistas. Para evitar el peligro, la Comunidad dictamina que los coches han de emitir una alarma sonora cuando circulen marcha atrás o a menos de 20 kilómetros por hora. Bienvenido sea el ruido si con él evitamos accidentes. Por lo menos éste no será un ruido gratuito.

La disposición llega en un momento en que el silencio comenzaba a ser una necesidad. El progreso ha impuesto el ruido hasta el punto de invadir por completo nuestra vida. La Organización Mundial de la Salud nos advierte de lo que ya sabíamos, las graves consecuencias de este estrépito continuo: sordera, ansiedad, estrés, irritabilidad… Hemos llegado al límite de que, cuando estamos solos -y a veces incluso estando acompañados-, nos suministramos sonidos a través de unos auriculares, ya sea para escapar de los ruidos circundantes o para no tener que enfrentarnos al silencio. Hasta las catedrales y la propia naturaleza -últimos refugios de silencio- están siendo invadidas por hordas de enfebrecidos turistas ruidosos.

A falta de un lugar donde encontrar hoy el silencio, uno ha de refugiarse en los recuerdos sigilosos.

Vivimos en un mundo presidido por la algarabía. Si no, pruebe a quedarse callado en una reunión y comprobará cómo la situación se vuelve violenta. Alguien tendrá que romper el silencio incómodo con el ridículo gritito de “ha pasado un ángel”. Pedro Cuartango aseguraba en un artículo reciente que padecemos verborrea y que ahora “lo que no se verbaliza no existe”. Y concluía que en nuestra sociedad, marcada por el alboroto continuado de las redes sociales, “cuanto más grita un colectivo, más razón tiene”. Hasta tal punto es así que se ha convenido un código -escribir en mayúsculas- para representar el grito. Supongo que ya se estará desarrollando un Twitter sonoro que recoja bien el griterío.

En este ambiente, ha tenido una gran acogida la publicación por Acantilado del libro “La historia del silencio”, de Alain Corbin. Habla de “nuestro ensordecedor presente” y afirma tajante que el silencio “ha sido desterrado de nuestras existencias por el bullicio incesante de los espacios urbanos y los aparatos tecnológicos”. Nos recuerda algo tan elemental como que “el silencio no es la simple ausencia de ruido”. El historiador francés sostiene que el silencio es “requisito indispensable para la contemplación, la fantasía, la plegaria y la creación”.

Por si a alguien le da por pensar que los sordos, que no oímos los coches eléctricos ni los de gasoil cuando se acercan, vivimos en ese nirvana de silencio que describe Corbin, diré que sí, a no ser por los tinnitus, esos ensordecedores zumbidos que vienen del interior. Para una ventaja que teníamos.

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