La tontería universal, que va conquistando parcelas cada vez más importantes de la sociedad, ha llegado a la política en forma de concejalías para la felicidad. Oficinas municipales que intentarán hacer feliz al vecindario, cuando el vecindario lleva lustros intentando ser feliz a pesar de la política. El problema es que la ocurrencia no hay por dónde cogerla, más allá del humor o del sarcasmo; que no hay tontería, por universal que sea, capaz de dar visos de seriedad a semejante despropósito. De manera que un establecimiento político supuestamente destinado a procurar felicidad a los contribuyentes no puede ser otra cosa que un cajón de sastre donde se finge poner de todo cuando en realidad no se pone de nada; donde se gestionan, en lugar de cosas prácticas, las entelequias y los vapores de la felicidad. Llegan las concejalías de la imprecisión y la evanescencia; unas regidorías de lo abstracto y lo espectral, que vale tanto como nidos de arbitrariedad y covachuelas de subjetivismo. Porque no nos engañemos ni dejemos que nos engañen: estas concejalías podrán ser todo lo etéreas que se quiera, pero tendrán un presupuesto tan concreto como el que más; y despachos, y mobiliario, y personal, y asesores, y dedicaciones exclusivas; todo muy patente y perceptible. Serán manifestaciones de la nueva política; del cinismo y la puerilidad que se han incorporado a la cara dura de siempre.

Las concejalías de la felicidad son ectoplasmas municipales; embustes como los de las modas, los de la publicidad y los de Televisión Española, que se han materializado en los ayuntamientos. Un área que las corporaciones locales dedican a experimentar nuevas formas de tomarnos el pelo. La vanguardia de la estupidez planetaria, el ariete de la rebelión de las masas ha puesto una pica en el municipalismo; y como, al igual que todas las estupideces de nuestro tiempo, tiene base aceitosa, podemos presumir que lo impregnará todo en poco tiempo. No en vano los diseñadores de la idea -las ideas, ahora, son de diseño- se han apresurado a calificar de «transversales» a las concejalías del regocijo y el optimismo.

Vienen las concejalías de la felicidad como vinieron las plataformas antidesahucio: a prometernos que podremos faltar impunemente a nuestros compromisos; que podremos cambiar la realidad a nuestro antojo, como mandan los cánones de la vulgaridad entronizada. Los ayuntamientos invertirán el dinero de todos en hacernos felices; pondrán en marcha sus oxidadas maquinarias para quitarnos las penas y garabatearnos una sonrisilla en el rostro. Unas actuaciones modestas, de momento, aunque algunas voces autorizadas anuncian mejoras importantes en un futuro inmediato. Las más entusiastas incluso especulan con la próxima implantación de las cartillas de racionamiento de la felicidad; cartillas en las que se irá registrando el progreso individual de cada ciudadano y que permitirán, alcanzadas ciertas cotas, ganar el premio, recibir la recompensa: un tanto adicional de alegría que nos otorgarán por concurso de méritos. La felicidad ha pasado a manos de la cosa pública.