Por fin, los Jefes de Estado y de Gobierno de los Estados miembros de la Unión Europea, tras sesiones maratonianas sin precedente, han escogido a quienes serán los nuevos dirigentes de las instituciones europeas. Los resultados finales han sido bastante inesperados, sobre todo por la elección por primera vez de una mujer, Ursula von der Leyen, conservadora alemana, cuyo candidatura como Presidente de la Comisión Europea no se puso sobre la mesa hasta el último momento. El acuerdo final se ha logrado gracias a tres decisiones: No proponer al Parlamento Europeo el nombre de su futuro presidente. Incluir un puesto más, la Presidencia del Banco Central Europeo, y nombrar para él a la francesa también conservadora Christine Lagarde, en el grupo de cargos que se cubrían ahora. Y, sobre todo, echar por la borda las expectativas y méritos del socialista holandés Frans Timmermans como posible Presidente de la Comisión. La Unión Europea ha mostrado, una vez, más su capacidad de consensuar un asunto complejo en el que pretendía (y ha logrado) satisfacer criterios de proporcionalidad de género, de representación geográfica y de partidos políticos, etc. Y eso es lo que ha llevado a todos los jefes de Estado y de Gobierno a proclamar a los cuatro vientos la excelencia del resultado y su carácter equilibrado. Pero aunque con esas decisiones se ha logrado evitar una paralización institucional (como la que estamos viviendo en España), la valoración final no puede considerarse positiva.

Porque, en la consecución de ese resultado, se han obviado consideraciones cruciales que afectan a los valores democráticos de los que tanto presume la Unión Europea y que tanto pretende vender como imagen de marca. Para reforzar la legitimidad democrática de la Comisión, el Parlamento Europeo logró establecer, en 2014, el principio del spitzenkandidaten o cabeza de lista, o sea, que el candidato a la Presidencia de la Comisión fuese el cabeza de lista del partido más votado en las elecciones europeas. Los Jefes de Estado y de Gobierno hicieron un primer intento por aplicar este año una versión modificada de dicha opción, pero no llegaban a ponerse de acuerdo sobre quien debía asumir esa presidencia, si Manfred Weber (conservador) o Timmermans (socialista), los cabeza de lista de los dos principales partidos europeos, porque ninguno había conseguido la mayoría absoluta. Ante la dificultad del acuerdo, finalmente dejaron de lado a ambos candidatos y escogieron a von der Leyen, que ni siguiera tiene acta de parlamentaria europea. Con ello, han descartado aplicar el principio de cabeza de lista, reduciendo así la legitimidad democrática de quien será elegida como Presidente y menoscabando el poder de influencia del Parlamento. A la propuesta inicial de que Timmermans fuese nombrado Presidente de la Comisión se opuso no tanto el Partido Popular Europeo como su fracción más iliberal, más autoritaria, más populista y menos respetuosa con la regla del derecho y los derechos humanos fundamentales. Fracción representada por los gobiernos de ciertos países de Europa Oriental (notablemente Polonia, Hungría y Eslovaquia), así como Austria e Italia, que no perdonan las críticas y acciones de Timmermans, firme defensor de estos valores en su papel de Comisario responsable de esos temas. Aunque había otros motivos de resistencia a que fuese un socialista quien presidiera la Comisión (los conservadores habían conseguido más votos), lo cierto es que se cedió al chantaje de quienes, con su vetusto nacionalismo, estaban menos dispuestos a respetar esos valores que la Unión proclama dentro y fuera de sus fronteras.

Nuestros líderes no han practicado con el ejemplo. Con eso, quien al final pierde fe y confianza en sí misma es Europa.