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Entrarán por sí solos

Por el carril destinado a bicicletas de la avenida del Puerto, en el sentido contrario a mi marcha, conducía un hombre corpulento sin camiseta, de mediana edad y espaldas anchas, cuyo pedaleo imprimía a sus pechos firmes -apenas ligeramente descolgados y canosamente velludos- un movimiento breve y rotatorio que acompañaban alegremente sus pezones, dos botones rosas que lanzaban las gotas de sudor que corrían de su nuca al cuello. Poetry in motion. Pero durante mi vida se me ha presentado tal colección de hombres así, física y mentalmente extraordinarios, que los hombres excepcionales se me han convertido en regla.

También los proyectos vitales se banalizan con el tiempo. Mientras paseaba, a renglón seguido de este encuentro, por La Marina de esta capital, fui encontrando a mi paso gente estrafalariamente vestida para los calores del mes. Llevaban el inconfundible uniforme, siempre distinto y siempre sintético, de las despedidas de soltería. En estas exhibiciones donde la falta total de imaginación pelea con burlarse de la buena voluntad de la clase media, puedes encontrar flotando cosas como una embarcación en forma de petardo patrocinada a regañadientes por Pirotecnias La Pepica y tripulada por los más rutilantes, y autoproclamados, VIP's de la capital.

Todos los amores son aventuras que se acaban más o menos pronto. Aunque algunos tenemos la suerte de que perviven por siempre porque nunca se materializan. Da igual lo bien que escribas, lo bien que actúes, tu buena mano pintando, lo acertado de tu pensamiento; o lo previsor que seas ante la inminente catástrofe del proyecto de radiotelevisión, lo amable que te presentes ante la hiena influyente, lo guapa que seas: «nunca formarás parte de mi proyecto», como canta a un imaginario comisario Pol Coronado de The Holy Clinic, en su canción «qué bonito es el arte valenciano, qué bonito es; y qué contemporáneo».

Me desconcierta ver que el público de hoy ya ni se impacienta. Al aclamar al bailarín que va a dar un triple giro en el aire, tiene ya en la mano el pito para silbarle si los músculos le fallan. Por eso los bailarines no se arriesgan jamás aquí: prefieren dar el triple o enseñar las tetas en un espectáculo de poca monta de París, en Londres o en Nueva York, donde les valorarán sin decir por lo bajo: «Esa es la hija de las Jordá». Uno comprende que los espectadores no esperen de uno un acto de justicia reparadora a través de, por poner un ejemplo, un artículo que denuncie los errores que se prolongan desde hace siglos, sino que haga algo por hacer algo. No es necesario que nada tenga significado.

Pero los errores son tantos y la injusticia está tan generalizada que se necesitaría cometer cientos de actos simbólicos para denunciar manifiestamente centenares de maldades. Es absurdo ejercer de ortopédico colectivo. Haría falta que todas las víctimas de las injusticias arrimaran su hombro para derribar el edificio social. Y quizá hasta el trabajo de millones de personas sería inútil porque los supervivientes reconstruirían el edificio con los mismos fallos. Mi sentimiento de inferioridad, mi Minderwertigkeitskomplex es tan absoluto... Mi postración sumisa ante esa joven, vestida de bailarina con peluca de tul de poliuretano, que camina con más aplomo que Zenón de Citio bajo los 36º de sensación térmica, es de tal envergadura que ante toda esa gente yo haría un papelón muy dramático si usted no estuviera aquí para leerme y mantener mi prestigio y autoestima.

Pero en cada cosa está el germen de su contrario. Si en vez de estar en determinados decorados y ante públicos superficiales me hubiera encontrado en una cervecería de estudiantes o una mesa de obreros, habría sentido a mi alrededor una atmósfera cálida que me hubiera sostenido. Si el corazón humano fuera distinto y una mano de mago me lo permitiera, quisiera sustituir la idiotez burocratizada por la estupidez inteligente. Instaurar la inteligencia ni me lo planteo para no despertar a la Bestia. Quisiera elegir quinientos parias y ofrecerles un crucero, recoger a los vagabundos que contemplan los inalcanzables jamones pata negra y llevarlos hasta la tienda e invitarlos a servirse. Tranquilícense. Esto ocurrirá en este país algún día. Pero no estaré yo para entrarles a las tiendas: entrarán por sí solos.

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