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Cuando aparece la brecha

Hoy somos autónomos, fortachones, guapos o resueltos y mañana, ¿quién sabe? En algún momento, nosotros o alguien a quien queremos seremos vulnerables. ¿Cómo nos gustaría ser tratados entonces?

El abuelo estaba de pie en la habitación. Llevaba unas alpargatas color gris, una camisa blanca a rayas y unos pantalones de pinzas que le venían varias tallas grandes. En los últimos meses se había adelgazado y la muestra estaba en unos agujeros del cinturón que habían ido apareciendo en función de la necesidad. Y, como la necesidad era imprevisible, los orificios también. Sin patrón alguno. Su nieto le esperaba detrás de la puerta, para proteger la intimidad del abuelo y protegerse de la pena. Iba a acompañarle a urgencias. Oyó un quejido y entró. Solo se fijó en unos dedos largos y huesudos que no atinaban con el cinturón. Maldito temblor. De repente, aquel gran hombre, su protector y maestro de la vida, se había convertido en alguien aterrado. Se había abierto la brecha de la vulnerabilidad. «Estos síntomas pintan mal», dijo. Y el nieto le acabó de ajustar la hebilla.

Una mesa, dos sillas y un ordenador. En un lado, el señor. En el otro, la forense. En la esquina, la hija. Pregunta, pausa y respuesta. La doctora revisaba los informes de neurología de reojo. «Sí, veo a mis hermanos cada día», «Sí, recuerdo mi número de DNI», «Me parece que 85 años», «¿Un café? ¿100 pesetas?». Tras cada contestación, el padre buscaba el asentimiento de la hija. En ese momento, le recordó haciendo el pino en la playa o cuando salía de casa por las mañanas perfumado. Su padre había sido todopoderoso. Ahora, mientras evaluaban sus capacidades, parecía un niño desvalido. Nuevamente, la brecha. «Me parece que no he dado ni una», dijo mientras salían de las oficinas. Efectivamente, no había dado ni una, pero eso era lo de menos.

Cada día, a las tres de la mañana, Juan se desvelaba. Era muy perfeccionista; así que, estaba encantado de poder repasar los apuntes. En clase miraba fijamente al profesor, convencido de que podía leerle el pensamiento y de que podía interpretar las miradas de sus compañeros. Estaba seguro de que cuchicheaban y confabulaban contra él. Salía del colegio aterrado, mirando entre los coches y esperando que, en cualquier momento, le hicieran una emboscada y le dieran una paliza. Una madrugada oyó una voz. El psiquiatra le dio el diagnóstico cuando tenía dieciocho años. A los veinte, recibió la incapacidad permanente. Ahora está estable, pero su existencia es cruelmente anodina. Todos, antes o después, seremos vulnerables. Por muy omnipotentes, fortachones o ricos que seamos hoy. Nos convertiremos en personas a quienes proteger, cuidar y apoyar. Ahora, que se debaten tantos temas urgentes, convendría no olvidar los importantes. Las personas con capacidad para influir en las políticas públicas deberían aplicar la máxima más simple del mundo: desarrolla normas que te gustaría que aplicaran contigo, no quieras para otros lo que no quieres para ti y trata a los demás como deseas ser tratado. Empatía, información comprensible y transparencia en los diagnósticos. Que una persona con enfermedad mental ocupe un lugar que le permita sentirse útil y reconocida socialmente. Que miremos a los ojos de una persona mayor y seamos capaces de verle y de valorarle más allá de los recuerdos borrados. Básicamente, que cuando la brecha de la vulnerabilidad se abra (y, seguro, que se abrirá), minimicemos su impacto defendiendo a capa y espada la dignidad de quien la padece.

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