Los datos son atroces. Según el último informe de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), una de cada nueve personas está subalimentada en el mundo. Un número que, tras décadas de descenso en las que parecía factible alcanzar el objetivo mundial de erradicación del hambre, ha vuelto a crecer en los últimos años. Unos 2.000 millones de personas padecen deficiencias de micronutrientes, lo que se denomina «hambre oculta».

Sucede, sin embargo, que a veces los números nos parecen lejanos, como si esas cuestiones no fueran con nosotros. Pero hay también datos que nos muestran problemas que nos resultan más familiares. Según la Organización Mundial de la Salud, el sobrepeso y la obesidad afectaba ya al 62% de los adultos en Europa en 2016, concentrándose en los grupos sociales de menor renta y mayor vulnerabilidad social. Un 16% de los españoles son obesos según Eurostat. No es una cuestión de estética, estamos hablando de un factor de riesgo de diabetes, enfermedades cardiovasculares y diversos tipos de cáncer. Y no se trata del resultado de unas malas decisiones individuales sobre hábitos alimentarios. Es en gran medida consecuencia de un entorno alimentario disfuncional, es decir, que genera unos resultados con unos altos costes colaterales e indeseados. Esto lleva, por ejemplo, a que sea mucho más accesible física y económicamente saciar el hambre con una dieta no saludable. O que un tercio de la producción mundial de alimentos se pierda o desperdicie a lo largo de la cadena agroalimentaria.

Pero las disfunciones del sistema alimentario no acaban ahí. Según la FAO, la producción, procesamiento, transporte, consumo y desperdicio de alimentos son responsables de más del 25% de todas las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, cuya concentración en la atmósfera está provocando ese cambio climático que se nos hace cada vez más evidente (aumento de las temperaturas medias, olas de calor más intensas y frecuentes, incendios forestales cada vez más voraces e incontrolables). No es algo que nos pille lejos. Y eso sin citar el enorme papel de la agricultura más intensiva en la rápida pérdida de biodiversidad en el planeta, tal como recoge la última evaluación global presentada por el Panel Internacional de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos.

Pero no son únicamente las cuestiones nutricional y ambiental las que deben ser consideradas cuando hablamos de la sostenibilidad de los sistemas alimentarios. Nos olvidamos con frecuencia, en un discurso fomentado desde algunos intereses corporativos que defienden poner el foco casi exclusivamente en las soluciones de carácter tecnológico, de la dimensión de justicia social. Porque los sistemas alimentarios sostenibles se construyen también sobre unas relaciones comerciales y económicas transparentes, justas y equitativas. Los sistemas alimentarios sostenibles deben estar además gobernados de forma democrática, a través de unas políticas independientes del poder que pueden llegar a ejercer las grandes empresas del sector (aún resuena la presión de los grandes lobbies agroalimentarios en relación a las normativas europeas sobre etiquetado de los alimentos). Una independencia puesta en jaque por la concentración del poder corporativo en el sector, cada vez mayor, tal como reflejaba un informe del think-tank internacional IPES-food. Porque el exceso de concentración empresarial es una fuente de riesgos para la seguridad del sistema y de erosión de derechos individuales. Y si no, piensen en un sector como el de los sistemas operativos de ordenadores y dispositivos móviles. Ahora trasladen eso mismo a nuestra alimentación.

Son precisamente todas estas disfunciones las que perfilan los retos a los que tratan de responder los sistemas alimentarios sostenibles, en cuya construcción se han embarcado un buen número de iniciativas a todos los niveles. Una de ellas, ya bien conocida, es el «Pacto de política alimentaria urbana de Milán», suscrito entre otros por el ayuntamiento de València y que se ha materializado de momento en la creación de un Consejo Alimentario Municipal y la elaboración de la Estrategia Agroalimentaria de la ciudad, con la participación de un amplio abanico de actores y organizaciones relacionados con la alimentación y el apoyo de la Fundación Daniel y Nina Carasso. Un capítulo más de esa apuesta es la creación del Centro Mundial de València para la Alimentación Urbana Sostenible (CEMAS), inaugurado el pasado 22 de julio.

Son todas ellas iniciativas necesarias y que contribuyen a la transición hacia unos sistemas alimentarios más sostenibles, en todas sus dimensiones. Sin embargo, consejos, estrategias y centros no son sino algunos de los pilares sobre los que sostener un verdadero cambio orientado a conseguir que nuestro sistema alimentario se convierta en un vector de sostenibilidad. Para ello es necesario, sin duda, que los consumidores tomemos conciencia de las implicaciones que tienen nuestras decisiones sobre alimentación. Pero no es menos necesario que los poderes públicos (no sólo local, sino a todos los niveles) intervengan de manera efectiva y ambiciosa para establecer un marco institucional que corrija, desde las políticas públicas, las disfunciones del sistema alimentario actual. La sostenibilidad del planeta está en nuestro plato, pero no nos olvidemos de ninguno de sus ingredientes.