Una sociedad democrática avanzada como la nuestra se fundamenta en el pluralismo político, que se expresa sobre todo a través de los partidos políticos. De esto no cabe duda. Pero si pretendiéramos llevar el pluralismo a sus últimas consecuencias nos daría como resultado que cada persona formara su propio partido político. Y esa tendencia, que propugnan algunos populismos, convertiría en ingobernables a nuestras sociedades.

Las sociedades occidentales a medida en que son más avanzadas, y necesariamente más igualitarias, se caracterizan porque las opciones políticas en todos los órdenes son reducidas. Si tomamos como referente, por ejemplo, la política fiscal, en nuestra sociedad las opciones son pocas, en ocasiones solo una. Así, podemos participar de la idea de que hace falta incrementar la presión fiscal para prestar más servicios públicos y sociales, y prestarlos mejor en la línea de los países nórdicos, con una presión fiscal por encima del 40% del Producto Interior Bruto. O podemos ser partidarios del modelo norteamericano con una presión fiscal menor, del entorno del 30% del PIB, con menores servicios públicos y sociales que los europeos y mayor dinamismo social. Caben soluciones intermedias, pero la horquilla, en lo relativo a la presión fiscal, en las democracias europeas se encuentra entre un 35 % y un 50 % del PIB, y se consideran inadmisibles tanto fiscalidades confiscatorias, como fiscalidades como las de los países subdesarrollados que se mueven por debajo del 20% del PIB, en el mejor de los casos, que son incompatibles con el estado de bienestar. Además, en el marco de la Unión Europea se ha logrado el consenso mayoritario de reducir el déficit público y la deuda pública y mantener controlada la inflación, como claves para un desarrollo sostenido.

Los partidos políticos se suelen posicionar con frecuencia de manera bastante simplista ante las opciones económicas. Unos dicen que van a bajar los impuestos, otros, de manera explícita o implícita, dicen que los van a subir, o diciendo que los van a bajar los suben, pero ni unos ni otros explican las consecuencias inmediatas y mediatas de unas u otras medidas. Y los menos responsables se quejan cuando se producen ajustes para reducir el déficit público y la deuda pública porque siguen creyendo que se pueden incrementar sin límites; sin explicar las consecuencias terribles que puede tener para nosotros y para futuras generaciones.

Si prestáramos atención a cualquiera otro sector de la sociedad llegaríamos a conclusiones parecidas a las que hemos señalado anteriormente. Las opciones son escasas, esa es, afortunadamente, una característica de las democracias avanzadas. Nos gustaría más socialdemocracia comprometida con la igualdad y la solidaridad de personas y territorios, pero el viento no parece soplar en esa dirección.

Tras las elecciones en que cada partido político parece que se propone cambiar el mundo, señalando posiciones irreconciliables con otros partidos, las diferencias se minimizan; parece que los partidos políticos se reconcilian con el principio de la realidad. Naturalmente, los partidos políticos tratan de sobredimensionar las diferencias que tienen con los demás partidos políticos, aunque sean superficiales. Un caso llamativo, entre tantos que se pueden poner como ejemplo, es el de la enseñanza preuniversitaria. Cambian los gobiernos, cambian las leyes y siguen las deficiencias de acuerdo con informes solventes, como por ejemplo PISA. Pero se nos quiere hacer creer que los diferentes partidos postulan modelos extraordinariamente diferentes cuando una de las principales discrepancias, en las últimas décadas, se encuentra en si se imparte la asignatura de educación para la ciudadanía o cuál es el contenido de dicha asignatura. Un falso debate en un Estado en que rige plenamente la libertad de creencias.

Que nuestra sociedad sea plural, que los ciudadanos sean libres de expresar lo que les parezca oportuno, es uno de nuestros rasgos fundamentales. Pero confundir el pluralismo con el divismo es una desviación que los ciudadanos debiéramos impedir con nuestro voto.

En las últimas elecciones a Cortes Generales, al Parlamento Europeo, a algunas Comunidades Autónomas y a los Ayuntamientos, entre el 28 de abril y el 26 de mayo de 2019, se presentó un considerable número de opciones con la pretendida apariencia de que cada una de ellas conducía a sociedades diferenciadas. Pero cuando ha llegado el momento de constituir gobiernos hemos podido comprobar que hay poco de pluralismo y mucho de divismo.

La derecha española esta fraccionada y la causa de dicho fraccionamiento, particularmente entre el Partido Popular y Ciudadanos (al margen de la causa remota de Ciudadanos para combatir el independentismo) es la mera disputa personal, pues no les ha costado nada llegar a acuerdos de gobierno en que las renuncias de cada partido han sido mínimas. El caso de Vox es diferente, aunque no deja de ser, teniendo en cuenta quienes lo forman, la extrema derecha populista del Partido Popular, que no ha sido capaz de evitar su escisión de la casa común. Lo que Fraga logró unir hace ya décadas ha vuelto a su estado original. La derecha vuelve sobre sus pasos como los cangrejos. Pero no es una situación irreversible, pese a los vientos europeos indicarían lo contrario.

Por lo que se refiere a la izquierda se ha podido ver con claridad que Podemos es la extrema izquierda populista del PSOE, con aditamentos de comunistas y antisistemas, que surge de la crisis económica y de líderes histriónicos. En cuando la crisis económica ha aminorado sus efectos varios millones de votantes de Podemos han vuelto al PSOE. Una prueba palpable de sus semejanzas actuales es que el PSOE liderado por Pedro Sánchez no ha tenido dificultad alguna para elaborar un programa de gobierno con Podemos en que las diferencias entre las propuestas de unos y otros, al margen de los ribetes populistas y el tema catalán, son inapreciables.

Teníamos un bi-partidismo imperfecto y ahora tenemos un bi-bloquismo imperfecto, que funciona peor que el bipartidismo, porque lejos de mostrar el pluralismo de la sociedad sobredimensiona el divismo de unos y otros. Es evidente que el ejercicio del poder siempre tiene un componente personalista. Y no seremos nosotros los que denostemos la ambición por gobernar. Pero, la ambición personal no puede desplazar los intereses superiores de los ciudadanos hasta hacerlos desaparecer del escenario político.

En nuestras manos, en manos de los votantes, está poder erradicar esta plaga de divos que provoca en los ciudadanos un merecido hastío de la política y de los políticos.