La política dominante ha encontrado una fuente de identidad en la polarización. A la ausencia de alternativas ideológicas consistentes, le sigue la afirmación respecto de los demás, la pulsión por identificarse en el espejo de los otros. La polarización, a la vez, aburre y crea afición. Como cuando la liga es cosa de dos. Por eso media España, y la otra media, anda con el corazón helado, abominando de los avatares del no-acuerdo para formar Gobierno y, a la vez, atentos a dimes y diretes agotados y agotadores. Los de UP deambulan por las redes humillados y desnortados: dividiéndose, como homenaje máximo a su impotencia, sobre qué hacer -aconsejo un plebiscito, o dos-. Los del PSOE buscan invisibilidad. Lo que se manifiesta en miles de palabras que no alcanzan ni a dar una razón a favor de la ruptura de las negociacions que no sean dicterios contra Podemos. En esto son especialistas quienes sintiéndose socialistas, pero desmoralizados por su partido, viraron con fervor innecesario a Podemos, para encontrar ahora una excusa para regresar con cierto honor a las filas de sus sentimientos. Bien está. No pudieron. Esto también es política. Para muchos solo esto es política: el ajuste de la realidad a un sentimentalismo que no se esfuerzan en disimular. Por eso la expresión del dualismo actual bascula entre la resignación y la indignación. Algo que pueda adoptar reglas de espectáculo. Ya veremos en septiembre.

A estas alturas creo que cualquier solución llevará los gérmenes de un futuro conflicto. Este es un combate de los que dejan huellas de sangre. ¿Alguién se ha molestado en aprender esa lección de la Historia? Seguramente no, que es asignatura menospreciada en favor de los estudiós en mercadotecnia y el big data electoral. Si en mi partido, Compromís, hay un debate sobre qué hacer, me parece que optaré por apoyar a Pedro Sánchez, aunque sea solo a cambio de esa promesa que nunca cumple con el País Valenciano. Pero que no sea por nosotros. Y que Ximo Puig se las entienda con Ábalos y sus avales. Sin embargo esto no es más que anécdota, pues aun significando coherència recelosa no tenemos más voto que el que arde en la inteligente pasión de Baldoví. Y no llegamos. A lo mejor en el futuro, imparables como venimos siendo.

A la vista de lo cual me limitaré a leves reflexiones. La primera se refiere a un post que, creo, refleja muchas opiniones: ¿para qué un pacto si los dos partidos llamados a acordar en el fondo se odian? El odio es algo tan subjetivo que como categoria política es muy débil, salvo que alguien entienda que la agresión es una alternativa aceptable. La democracia no deja de ser un pacto para sacar la violencia del escenario. Por eso, en principio, no me asusta ningún pacto por razones ideológicas abstractas, aunque algunos siempre me espantarán por razones políticas prácticas. De esta afirmación, por coherència, saco a los que propugnan o aceptan la violéncia física o simbólica. Sentado este principio, la posibilidad de llegar a acuerdos depende más de relaciones culturales que de programas, esto es: si hay una base suficiente de coincidencia en la apreciación de valores y relatos en los negociadores, si se «reconocen» respetándose distintos. Eso es lo que hizo tan fàcil el Botànic I: PSPV y Compromis se habían curtido en una visión crítica de los gobiernos del PP y de sus amigos, de tal manera que sus divergencias llegaron a ser mínimas. El problema es que en la cultura general del PSOE late un principio: major no pactar con nadie. Ello se debe a complejas razones históricas, pero lastra su adaptación a un modelo político-electoral fragmentado. Una prueba: las explicacions de los líderes socialistas de estos días contra el pacto servirían para oponerse a cualquier pacto, con quien fuera o cuando fuera, al menos mientras sean la fuerza más votada. Es una arrogancia muy molesta, y tanto más porque pasa desapercibida para la propia dirigencia socialista, siempre mirando de reojo a las futuras guerras internas. Quizá cumpla ahora un objectivo y acabe por laminar a Podemos. Dará igual: surgirá un «otro» que, por la causa que sea, también molestarà como socio gubernamental. La cosa se complica cuando tienen que pactar CC.AA. y Ayuntamientos, llamados a una creciente inestabilidad si el PSOE sigue en cada lugar el ejemplo de su pétreo jefe madrileño. Al tiempo.

Y es que la socialdemocracia en crisis no puede reencarnarse en un solo partido, por más currículum que presente, por más adornos de modernización que sume, por más promesas de dudoso cumplimiento que efectúe. De la misma manera el iliberalismo-liberal tiene que repartirse entre varias fuerzas para que sus cargas de populismo ultraderechista queden repartidas entre un electorado perplejo. En la cultura socialista, y en la del PP, hay un ideal latente que, fantasma impenitente, no les abandona: ¡qué felices fuimos en el bipartidismo! Y quizá nos les falte razón para atribuir a ese sistema, más pacífico que el actual, algunos de los mejores éxitos de la democràcia. Pero hay tres problemas. 1) Buena parte de esos logros sucedieron en la primera parte de la democràcia.... y no hubo sistema auténticamante bipartidista hasta bien entrada la década de los 80. 2) El bipartidismo precisó del apoyo de nacionalistas periféricos, ahora denostados o temidos. 3) La Crisis puso de evidencia el agotamiento del propio sistema bipartidista: el tipo de debate y la forma de los acuerdos había convertido la democràcia en incomprensible. El bipartidismo concluyó el día que acordaron reformar el articulo 135 de la Constitución en un juego de scape room. Quizá fuera inevitable. Pero más allá no quedaba espacio para ese tipo de política. El bipartidismo obedece a otra etapa històrica y ahora solo sería modelo de falta de integridad, ausencia de imaginación, asilo de logreros y semilla de corruptos. Ténganlo en cuenta los diseñadores de una patria perfecta. No fuera cosa que buscando estabilidad encontremos prolongación de esperpentos.