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Una quimera

Estoy leyendo el periódico cuando un bichito negro y redondo, del tamaño de la cabeza de un alfiler, atraviesa la página a paso, rápido con unas patas tan diminutas que ni se le ven. Lo aplasto mecánicamente con un dedo y queda en el papel una mancha del tamaño de un punto. De un punto final, claro.

Pobre.

Con el cadáver impreso en la hoja como un signo ortográfico, sigo leyendo la noticia de una juez que echa las cartas, lo que preocupa a sus compañeros de oficio porque el tarot, dicen, daña la reputación de la justicia. Me viene a la memoria que una amiga mía, cuando éramos jóvenes, fue a que le adivinara el futuro el marqués de Araciel, el vidente más famoso de la época.

-Veo -le dijo- un sitio lleno de paz, con mucha «pelouse».

Quería decir con mucho césped, pero él llamaba al césped «pelouse» porque atendía a gente de la aristocracia a las que les parecía grosero llamar a las cosas por su nombre. Un cuadrado de césped lo tiene cualquiera, en el fondo no es más que hierba, pero un campo de golf como Dios manda debe estar cubierto de «pelouse».

La cuestión es que gastamos muchas bromas a nuestra amiga a costa de la predicción. Le decíamos que le iba a tocar la lotería y se iba a comprar un chalé en la sierra de Madrid. Al poco, murió en un accidente de automóvil. Ya en el cementerio, mientras alguien pronunciaba unas palabras de despedida, un amigo se acercó y me dijo en voz baja:

- ¿Te has fijado en la cantidad de «pelouse»?

Efectivamente, se trataba de un lugar lleno de paz y con mucho césped. El tarotista había acertado de lleno. Desde entonces les tengo más miedo a los adivinos que a los jueces. La suma de las dos condiciones en una sola persona me parece una quimera, entendiendo por quimera aquel animal mitológico con patas de cabra y cabeza de dragón que escupía fuego por la boca. Si me dieran a elegir entre que esa mujer me juzgara o me echara las cartas, no sabría qué hacer, pues le tengo tanto miedo a la cárcel como a la muerte, a la muerte, por cierto, representada por el insecto minúsculo al que acabo de ajusticiar con la yema de mi dedo índice. No somos nada.

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