Son los venezolanos», me dice un amigo cuando pasamos ante un grupo de muchachos en corro, hablando sin prisas, en medio de las calles de Medellín, donde he pasado unos días en un Congreso sobre los 200 años de la Batalla de Boyacá. Hasta allí llegan los que huyen de la miseria y de la desolación de Venezuela, ahora ya gente de a pie, sin posibles. Desde hace años, los precios de la apartamentos no cesaban de crecer en Barranquilla porque los venezolanos de clases medias lo vendían todo y se marchaban al país vecino a instalar sus consultas médicas, sus empresas. Antes, venían al cercano norte los profesionales medios. Ahora los que vienen solo traen lo puesto. Son los peones, los braceros, los jóvenes. No producen inflación, como sucedió hace unos años en Panamá. Sencillamente, vienen dispuestos a trabajar en cualquier parte, por cualquier precio. Hunden los salarios y disputan un trabajo que no es precisamente abundante. Mientras no lo encuentran, se mantienen en grupos haciéndose bromas, pasando el tiempo.

Es la consecuencia de una inestabilidad que desde hace tiempo padece la región de América del Sur. Antes, por el fuego cruzado de la guerrilla y los paramilitares, la llegada de campesinos a la gran ciudad no dejaba de aumentar. Día tras día, las colonias que rodean el valle del Aburrá ascendían las laderas de los montes, hasta perderse. Ahora los efectos de los acuerdos de paz recién firmados se comienzan a apreciar y muchos campesinos vuelven a sus tierras. Sin embargo, cuando no es una cosa es otra. Ahora un país entero, Venezuela, sometido a la más duras de sus pruebas, genera una diáspora tan grande como la que en su día produjo la guerra civil colombiana, tras más de cuarenta años de existencia. Lo más increíble es que nadie haya hecho un esfuerzo serio por poner fin a un gobierno como el de Maduro que, a todas luces, es una catástrofe humanitaria.

Podemos imaginar lo que se puede cocer cerca de un poder que ha manejado ingentes sumas de dinero, consecuencia de la venta del petróleo. Lo revelan las noticias que apenas han trascendido sobre la investigación sobre Raúl Morodo, embajador del Gobierno Zapatero en Caracas, y que ha concluido con el encarcelamiento de su hijo, junto con otras personas, por blanqueo de dinero procedente de la venta de petróleo, mediante el pago de informes que al parecer nunca existieron. Otros fondos procedentes de comisiones de Petróleos de Venezuela, y mediante otras tramas, parece que acabaron en los bancos de Andorra. Hablamos de más de dos mil millones ilícitos que implicaban a varios ministros de Chávez. Al parecer, otra investigación interna de Petróleos de Venezuela, ha logrado saber que alrededor de 450 millones de euros fueron blanqueados en España mediante este tipo de contratos ficticios. Los implicados en esta trama no se pasean en corros bajo los frondosos árboles de los parques de Medellín. Se les conoce inversiones millonarias en España, sobre todo en el barrio de Salamanca madrileño.

Así que nadie parece tener interés en poner fin a la situación de corrupción del gobierno venezolano, que no cesa de producir pobreza y desolación en un país rico y otrora moderno. Parece que muchos lo han saqueado desde dentro, pero para hacerlo han necesitado la complicidad de muchos de nuestros ciudadanos y poderes, que al parecer han obtenido suculentos beneficios de ello. Que algunos de estos aspectos, aunque sean menores, tengan que ver con un exembajador del reino de España no deja de generar cierta perplejidad y tristeza. No es el único servicio diplomático que puede haber tenido que ver con estas prácticas. El exembajador de Venezuela en la ONU, Diego Salazar, y primo del viejo ministro de Chávez, Rafael Ramírez, también está implicado en un caso de blanqueo. Mientras evaden capitales por complejas tramas de cuentas en paraísos fiscales, sus conciudadanos marchan a pie, desde Venezuela hasta Perú.

El caso es que gestiones como las descritas llevaron al hundimiento de Petróleos de Venezuela, ruina que está en el origen del préstamo que China otorgó al país, que a su vez fue ocasión para impulsar otras operaciones de blanqueo y de apropiación de recursos públicos. Todo esto se sabe entre la gente informada, pero desde luego no parece afectar en nada a estos corros que veo, cerca la Avenida del Poblado, un lugar muy central de Medellín, esperando que alguien necesite un mozo de carga en alguno de los grandes almacenes de la zona. Por supuesto, tampoco saben nada de que uno de los que colaboraron con el embajador español Morodo, Juan Carlos Márquez, otro de lo hombres de Ramírez, fue encontrado ahorcado hace unos días en una nave industrial de San Sebastián de los Reyes, de Madrid, al parecer suicidado. Se sabía que tenía una inmobiliaria en Panamá, el primer país que conoció una escalada imparable en el precio de los apartamentos por compras masivas de venezolanos.

Si algo otorga evidencia a la idea de Bolívar de una gran América del Sur es que nada de lo que ocurre en un país deja de tener repercusiones en los demás. Hace unos meses, unos de los altos jerarcas de la FARC, Jesús Santrich, que tenía puesto en el Parlamento colombiano, fue fotografiado con un conocido narcotraficante. Los defensores dicen que es un montaje, pero la DEA estadounidense ha pedido su extradición por haber firmado un contrato de venta de dieciséis toneladas de cocaína después de la conclusión de los acuerdos de paz. Ante la posibilidad de ser extraditado, ha decidido esconderse. Me dicen que lo más seguro es que haya pasado a Venezuela. Así que unos van y otros vienen, aunque en distintas colas. Mientras tanto, una excusa más es ofrecida en bandeja al presidente Duque para hacer volar el proceso de paz, justo cuando deben ponerse en marcha las investigaciones judiciales sobre las actuaciones de los líderes de la guerrilla y de los paramilitares.

Esta fase del proceso de paz es la que teme Álvaro Uribe, a pesar de sus cien hombres de escolta. Por cierto, Uribe es uno de los participantes en la plataforma de Iniciativa Democrática de España y las Américas, cuya sede principal, por si quedaba duda, está en Miami (donde ya ha recibido el premio Oswaldo Payá: Libertad y Vida, siempre cerca del Diario de las Américas). Por supuesto, en ella también militan nuestros expresidentes José María Aznar y Felipe González. Todos ellos han tildado de Estado criminal a Venezuela. Sobre los criminales que sentados en cómodos sillones europeos ayudaron a los criminales de Venezuela, sobre eso todavía no se han pronunciado.

Como ve, querido lector, todo está interconectado. Los corros de jóvenes venezolanos harapientos, los de narcotraficantes y guerrilleros abrazados, los de oficinistas anónimos de bancos en paraísos fiscales, los de embajadores escondidos tras las grandes palabras, los de expresidentes, con sus fundaciones dispuestas a llevar la democracia a España y las Américas. Todo une nuestros destinos y ese es el sentimiento telúrico que me asalta cuando me veo perdido en las vastas extensiones americanas. Qué suerte que tuvieron los conquistadores castellanos cuando llegaron a aquellas tierras. Hoy no les iría tan bien. Lo que nos sugiere que el poder progresa de un modo muy eficaz y siempre contrario a las gentes sencillas, esas que dejan ver su pobreza y su desnuda e inverosímil alegría bajo los árboles.

A todo esto he de aclarar que no vine a Medellín por huir de la polémica sobre «Imperiofilia», ni por miedo a Roca Barea, ni a buscar refugio de los troles que por las redes me acusan de traidor, antiespañol, radical, chavista, luterano y no sé cuantas cosas más. Vine, paradojas de la vida, para celebrar junto con mis amigos colombianos los doscientos años de la independencia de Nueva Granada.