Sólo los poco ilustrados y acientíficos negacionistas dudan, a estas horas, de que uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta hoy la humanidad es el calentamiento global y el consiguiente cambio climático, que pesa cual espada de Damocles sobre las nuevas generaciones. Ahora bien, sin banalizar la importancia de ese desafío, hay otro de tanta o mayor gravedad y de mucha mayor inmediatez: el de la amenaza de conflagración nuclear del que parecemos habernos olvidado en las últimas décadas, y ello por tres razones principales. Primera, porque en la práctica, y pese a las tensiones militares con dos potencias para-nucleares (Corea del Norte, Irán), los riesgos nucleares han estado más ligados, en este tiempo, al uso pacífico de dicha energía (catástrofes de Chernóbil y del tsunami en Japón) que a su uso militar, de manera que las mejoras tecnológicas y las inquietudes de la sociedad civil han ido más encaminadas a evitar ese tipo de accidentes que a concienciar sobre los riesgos de una guerra nuclear. Segunda, porque la caída del muro de Berlín señaló una nueva época de recomposición y de menor agresividad entre los otrora bloques llamados occidental y comunista, disminuyendo así los miedos a una posible guerra global. Tercera, porque las grandes potencias han negociado pactos y adoptado salvaguardias, desde los años ochenta, que han reducido, hasta ahora, los riesgos de la proliferación de armas nucleares o su uso accidental en momentos de tensión.

Los factores anteriores han contribuido a un mundo más seguro pero ello no quiere decir que, dado el carácter letal de las armas nucleares, sus riesgos no sigan siendo altos y las consecuencias de su existencia y proliferación muy preocupantes. Incluso superiores a las del cambio climático. Pues, aunque éste alcanza niveles alarmantes, su impacto se produce de manera gradual (y es posible que avances tecnológicos, aparte de los necesarios cambios de hábitos de consumo y patrones de consumo, logren mitigarlo más), mientras que el impacto de una confrontación nuclear sería inmediato y podría devolver a la humanidad a tiempos prehistóricos.

Esto es lo que parece haber olvidado la bravuconería, falta de tacto e incontenible desprecio del presidente Trump, tanto con su reciente denuncia (y, tras ese preaviso, la caducidad en este mes) de un importante tratado de limitación de armas nucleares como con su política de confrontación con Irán. El Tratado de Eliminación de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (NIF) lo firmaron en 1987 el no menos halcón Presidente Reagan y el aún comunista Presidente Gorbachov y fue uno de los hitos en la finalización de la Guerra Fría, pues redujo la tensión nuclear y política al lograr la retirada de Europa de los misiles de alcance hasta los 5 000 kilómetros. Pero ahora Trump ha proclamado, sin demasiada justificación ni profusión de pruebas y con su habitual pomposa retórica, que los rusos estaban violando, aparentemente, dicho Tratado. Tras esta decisión no sería de extrañar que, si es reelegido, Trump decidiera también denunciar el tratado START II que, de no ser prorrogado, caduca en 2021, y que hoy limita los misiles de largo alcance (superior a los 5 000 kilómetros). Todo ello hace temer la vuelta a una carrera de armamentos nucleares que aumentaría las amenazas de mutua destrucción. Aun aceptando que estos dos tratados eran o son mejorables, y podrían haber sido ampliados a nuevas potencias como China o sustituidos por otros más coactivos y que incluyeran nuevas formas de guerra como la biológica o la cibernética, muchas cosas en la vida es mejor no tocarlas a menos que se disponga de mejores y fiables sustitutos. Trump no está actuando así y ha vuelto a jugar con fuego, a costa sobre todo de Europa, como está haciéndolo con Irán, tema que requiere un artículo aparte.