Un gran político español decía que una línea roja que nunca deben traspasar los políticos es la del ridículo. Parece que dicha línea ha sido borrada en la actualidad, pues los ejemplos son constantes. No es fácil olvidar la escena de Iglesias, sin haber hablado previamente con Pedro Sánchez, presentando ante las cámaras de televisión a los miembros de «su Gobierno», y de sí mismo como vicepresidente del mismo, después de ser recibido por el rey tras las elecciones de 2015. Pero, lamentablemente no parece que ejemplos de esa naturaleza sirvan para templar los ánimos de los jóvenes líderes políticos, al contrario, el ridículo, cual bacteria, parece haber contagiado a buena parte de la clase política.

Con motivo de la exhumación de Franco, anunciada por el propio Pedro Sánchez como la primera medida y más importante de su primera y breve legislatura, parece que se ha querido competir con las cotas alcanzadas por Iglesias a las que antes nos referimos. Muchos ciudadanos piensan que Franco, que era un personaje casi olvidado, ha sido resucitado por el Gobierno Sánchez. La improvisación ha sido la guía maestra de la exhumación. La propaganda política se superpuso a la prudencia, pues lo prudente hubiera sido tener bien atados todos los cabos antes de lanzarse a anunciar un desenterramiento sin haber hablado y acordado los términos del mismo ni con la Iglesia Católica, actual inquilina del horrendo monumento en donde se encuentra enterrado el dictador, ni con su familia.

Pero hagamos un pequeño paréntesis antes de seguir adelante. Franco murió en la cama y recibió honores de jefe de Estado, porque fuimos pocos los españoles que combatimos la dictadura y tuvimos poco éxito, valga el eufemismo. La inmensa mayoría de los españoles fueron franquistas por activa o por pasiva. Y Franco no fue enjuiciado por ningún tribunal ni condenado. Y, su sucesor, el Rey Juan Carlos I, jamás, que se conozca, ha dicho una palabra en contra de quien le otorgó el poder saltándose el principio legitimista monárquico. En definitiva, Franco instauró con gran habilidad una monarquía en el hijo de Juan, heredero legítimo de Alfonso XIII. A Franco se le enterró en el Valle de los Caídos con grandes honores, y los demócratas, que nos horrorizamos por ese último coletazo del régimen, con no disimulado desprecio pasamos página. No teníamos muchas más opciones si queríamos instaurar la democracia.

Estos últimos días hemos recordado la obra de teatro de Sartre «Las manos sucias» (Les mains sales), estrenada en 1948, que en los oscuros años sesenta los universitarios españoles demócratas leíamos a hurtadillas. Interpretamos dicha obra en clave española en el sentido de que para alcanzar objetivos extraordinarios, como era la democracia, debíamos ser capaces de hacer sacrificios considerables, incluso sacrificando algunos de nuestros principios, pues los principios también pueden ordenarse de acuerdo con su importancia, de mayor a menor, y no siempre es posible que todos ellos se realicen plena y simultáneamente.

¿Acaso alguien puede pensar que fue un ejemplo de frivolidad hacer borrón y cuenta nueva? dejando al margen el pasado para centrarnos en el futuro, que es lo que interesaba a la inmensa mayoría de los españoles. Lejos de ello fue un sacrificio considerable, sobre todo para los demócratas que no habíamos vivido la Guerra Civil, en que los españoles de uno y otro bando cometieron o consintieron todo tipo de atrocidades indignas de seres humanos.

Ahora tras cuarenta años de vigencia de la Constitución tocaba limpiarse las manos. Pero el caso es que llevamos más de un año hablando del dictador sin que haya sido desalojado del Valle de los Caídos, de algunos caídos debiéramos decir. ¿Acaso había que dejar a Franco por los siglos de los siglos en el Valle de los Caídos? como muchos postulan. A nuestro juicio, Franco debiera haber salido de dicho valle hace décadas. Pero la exhumación ya no es suficiente, y nada se dice sobre el destino del monumento de los horrores, que es el asunto que debiera ocupar al Gobierno.

Cuando se consigue lo contrario a lo que se persigue los responsables deben ser capaces de enmendar los errores. No se ha actuado con la firmeza que se corresponde a un gobierno democrático y, como consecuencia, en vez de exhumar a Franco lo que se ha conseguido es inyectar vida donde había olvido, y generar dudas sobre la competencia de nuestros gobernantes.

Por otra parte, no es razonable escuchar a la vicepresidenta del Gobierno presentar la exhumación como un acto de gran dignidad democrática que pone fin a una gran indignidad perpetrada por los gobernantes españoles tras la muerte del dictador. Nuestra democracia no tenía ni tiene tacha de indignidad por permitir que un dictador permanezca todavía en su mausoleo de los horrores. Más bien, el que los gobiernos de Suárez, González, Aznar, Zapatero y Rajoy se hayan olvidado del dictador se corresponde al espíritu de concordia que caracteriza a la transición, a la tolerancia que manifiesta superioridad ética de los que así proceden, a la capacidad de perdonar al que no fue capaz de perdonar, y al menosprecio como el mayor de los reproches que se puede hacer a un dictador. Se ensuciaron las manos, lo que a veces es necesario para preservar principios y valores superiores.

Franco merece que la Historia le condene, entre otras razones: por haber dado un golpe militar, a la República constitucional, que condujo a una guerra civil; por haber perseguido a sus enemigos con posterioridad a la finalización de la guerra civil; por no haber sido capaz de reconciliar a los ciudadanos de las dos Españas; y por haber vulnerado durante cerca de cuatro décadas los derechos fundamentales y libertades públicas. Franco forma parte de nuestra Historia, lo queramos o no, como otros tantos capítulos oscuros del pasado, que no son pocos, ni en España ni en ningún otro Estado occidental tan antiguo como el nuestro. Pero la medicina que necesitamos contra dicho pasado, lejos de actos simbólicos episódicos, debe ser la de educar a las nuevas generaciones en los valores democráticos, lo que se está descuidando.

La historia deben escribirla los historiadores sin odio y sin revanchismo, ofreciendo tantas versiones como atalayas desde las que se escriba, y nunca debiera ser escrita por las leyes que pretenden ofrecer una única versión del pasado como, por cierto, hizo el Dictador en su efímera legislación que pretendía estar vigente por los siglos de los siglos.