Hablamos mucho de despoblación pero muy poco de la superpoblación de las ciudades, que se han convertido en el mayor foco de contaminación y son las principales emisoras de CO2 del planeta.

Tal como lo refleja el informe que publicó el banco mundial en el 2010, aproximadamente el 80% de las emisiones de CO2 se origina en las ciudades, donde vive más de la mitad de la población.

Son emisiones debidas a dos razones fundamentales, el transporte privado y la producción de energía. Dicho de otro modo, nuestros coches y nuestros hogares, seguidos por el sector servicios y la industria (en la ciudad de Valencia el transporte privado es el responsable de aproximadamente el 75% de las emisiones de CO2).

Pero esa polución y esas emisiones no afectan solo a las ciudades, afectan a todo el planeta. Del mismo modo que los efectos positivos de los mares y de los bosques afectan también a las zonas urbanas. Los recursos naturales se trasladan a las fuentes de emisión de carbono y la polución va de las ciudades al mundo rural que es doblemente castigado, mientras éste ofrece cuidado del entorno, fijación de CO2, turismo saludable, alimentos, etc. recibe a cambio polución, recorte de servicios, pobreza y abandono.

No debería hacer falta exigir a las zonas urbanas una corresponsabilidad con el mundo rural. Esta corresponsabilidad es uno de los elementos clave del nuevo paradigma que deberíamos estar construyendo y al que llegamos tarde. Una economía basada en la reducción del consumo y el aprovechamiento de los recursos disponibles en un entorno cercano. La Bioeconomía circular.

Los bosques y sus habitantes se han convertido en los grandes custodios del medio natura.Pero además son una gran fuente de oportunidades en la lucha contra el cambio climático; es un gran sumidero de CO2 y una fuente de recursos renovables como el agua, la madera, miel, aceites esenciales, ganadería, agricultura. Lo que convierte al mundo rural en uno de los sectores que mayor capacidad tiene de creación de empleo de calidad en un futuro inmediato si se aplican las políticas pertinentes.

Sin embargo, desde las ciudades se sigue con la actitud paternalista de dictar los designios de los pueblos del interior, con actitudes que no hacen más que ahondar la brecha entre un mundo y otro. Lo cual crea una barrera que dificulta actividades tan necesarias para la adaptación y mitigación de los efectos del cambio climático.

Nos sentimos orgullosos de nuestros pueblos pero seguimos de espaldas a más del 60% de nuestro territorio cuando lo que deberíamos hacer es cuidar y potenciar sus recursos con un apoyo decidido a las empresas locales y a la pequeña industria del casi desaparecido sector secundario, que garantizaría la pervivencia de nuestra cultura y de nuestros bosques tan estrechamente ligados.

Mientras los pueblos van asociándose y creando redes colaborativas autónomas en torno a sus necesidades. Gentes que aspiran a ser las protagonistas de su propio destino, tratando de atraer tanto fondos europeos como inversiones privadas, enfocadas a gestionar solidariamente el territorio al que pertenecen.

Todas las buenas intenciones han sido y son aún insuficientes en vistas de la debacle medioambiental que se cierne sobre el horizonte con el cambio climático. El mundo forestal puede y debe ser nuestro mejor aliado en esta batalla. Para ello no basta con intensificar la lucha contra el riesgo de incendios, un polvorín de emisiones de CO2; es imperativo poner en valor significativamente los servicios ambientales que las zonas rurales nos pueden ofrecer. La calidad del aire que respiramos y del agua que bebemos, pero también la enorme capacidad de actuar como sumideros de los gases de efecto invernadero son algunos de esos servicios. Su reactivación y valorización requiere mecanismos públicos que faciliten una gestión forestal profunda y comprometida. Para ello se precisa la utilización de datos fiables, que permitan cuantificar cuánto emitimos CO2 y cuánto pueden absorber nuestros montes de ese CO2 tan temido.

También necesitamos procesos de bioeconomía trazables, concretos y rentables que multipliquen el valor ambiental, la calidad de los servicios y, en definitiva, permitan crear nuevas oportunidades de empleo y riqueza.

Iniciativas como la creación de un sistema valenciano de compensación de emisiones locales, que pone en valor nuestra aportación de CO2 es no sólo una necesidad perentoria, por el contrario, debe ser vista como una gran oportunidad de generar riqueza y un mecanismo de justicia con nuestras zonas rurales en peligro de abandono. Un mercado de CO2 que está creciendo exponencialmente con los años y que parece que será una de las líneas de trabajo de la nueva presidenta europea Ursula von der Leyen que se comprometió a introducir un «impuesto fronterizo sobre el dióxido carbono» y a ampliar el programa de intercambio de derechos de emisión del bloque.

Nuestros municipios son un gran ejemplo de tenacidad, empoderamiento y compromiso con el entorno del que sentirnos orgullosos, que van marcando desde hace años la ruta a seguir a las instituciones afincadas en la urbe. Se hace urgente y necesario compensar ese esfuerzo por parte de las ciudades. Nos va el planeta en ello.