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Gemma Martínez

¡Qué tiempos para estar vivos!

Mi padre cumplió 78 años el lunes. El deber, ese que él tanto veneró y que me infiltró en vena desde niña, me retuvo en el trabajo y no pude verle. Aunque lo celebraremos en breve y sabe cuánto le quiero, tuve ráfagas de morriña durante el día. Porque me gusta estar en su cumpleaños y porque en el último año su corazón, que hace de él la persona más buena que he conocido nunca, le dio un minisusto. Debe cuidarse por orden del médico y también motu propio. Se asusta a veces. A pesar de todo, sabe que es afortunado. Está aquí, tiene a toda su familia (¡ay, madre, qué haríamos sin ti!) y son trillones los motivos de alegrarse de estar vivo. Va a ser un buen año para él y también para mí, me digo a menudo desde el lunes. Estoy convencida. Que todavía dure el elixir del buen humor de las vacaciones recién terminadas también puede tener algo que ver. Pero permítanme ser optimista, a pesar de que les escribo junto a los periódicos de hoy, que cuentan que mi país todavía no tiene gobierno medio siglo después de las elecciones. O que un grupo de inmigrantes han tenido que desembarcar en el puerto más cercano porque un fiscal lo ha ordenado y no porque los políticos hayan encontrado una solución. O que se quema Canarias, en vez de arder lo que debería arder, la violencia machista, que ahí sigue. Es mucho lo que duele, pero en la negrura también leo brechas abiertas para el optimismo. Aunque cueste encontrar buenas noticias (los periódicos deberíamos reflexionar sobre esto), no todo está perdido. Una joyera española triunfa en China, una empresa de Guipúzcoa ha patentado exoesqueletos que permiten volver a caminar, en mi calle habrá carril bici, han rescatado a una mujer que se lanzó a una acequia a por su perro... Poca alegría puede parecer hoy, pero déjenme creer que todo mejorará. Y, además, mi padre estará a mi lado. Como dijo Babe, uno de los personajes de The Given Day, mi libro favorito de Dennis Lehane: ¡Qué día. Qué ciudad. Qué tiempo para estar vivos!

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