Con ese aire de sifrina a primera vista, está contrastado que Isabel Díaz Ayuso es una polemista mordaz, capaz de disparar con fuego real a sus adversarios, ya sea en un plató de televisión o en sede parlamentaria. Joven periodista (40 años), de la cantera del partido sin experiencia de gestión, con apariencia frágil y desparpajo ocasional, Díaz Ayuso ha sido capaz de tejer pacientemente un acuerdo con la prole, que se extiende desde la derecha extrema al centro limítrofe. Atrás quedan deslices en la campaña electoral, con los que dio muestras de candidez verbal, como el de que echaba de menos los atascos a las 3.00 de la mañana los sábados en el centro de Madrid.

El debate de investidura no fue un examen a la candidata, sino una batalla entre izquierdas y derechas. Y, anticipando lo que parece que viene, la presidenta de la Comunidad de Madrid, tras leer sin ápice de pasión un programa oficinesco, reconoció al portavoz de Podemos 2 como líder de facto de la oposición.

Eso sí, de paso que hurgaba en la herida, «viendo de qué palo iba, su jefe se lo intentó quitar de encima y mandarlo para la Comunidad de Madrid», lo descerrajó: «Es el personaje más traidor de la política española».

Le acusó de ser cómplice de dictadores y de tener «las manos manchadas de la sanguinaria dictadura de Venezuela», de tener una ideología que combina dictadura, pobreza e indignidad, y de la mayor «corrupción moral que cabe, por haber cobrado y haber justificado la construcción de una dictadura sanguinaria y ruinosa». Como remate, le afeó su forma de defender a las mujeres, «diciéndome cómo me tengo que expresar y hablando de mi difunto padre».

La réplica del niño bonito de la izquierda radical se vio acompañada de un tono displicente, poniendo en duda la capacidad intelectual y la preparación de la aspirante. Tras calificar como insustancial su discurso, «un refrito de cosas ya hechas y no ejecutadas, leído casi con desgana», trató de doblegarla: «Una presidenta que se solivianta con facilidad ante las críticas de la oposición y no es capaz de debatir ni quince minutos seguidos», al tiempo que le recordó el «crédito sin pagar», «el posible alzamiento de bienes» y, al hilo de los cinco años sin hacer frente a los impuestos, inquirió con sorna: «¿La mayor rebaja fiscal que propone la empezó cuando decidió no pagar el IBI?».

En ese desabrido intercambio, Ayuso tuvo sus mejores momentos cuando, siguiendo el consejo de veteranos asesores, se olvidó de leer e improvisó, alcanzando el cenit con el anuncio de hacer la «mayor rebaja fiscal de la historia de la Comunidad de Madrid», consistente en la reducción de medio punto en la tarifa autonómica del IRPF (el impuesto que grava las rentas de manera progresiva y que planea rebajar por igual para todos los tramos de riqueza).

A juzgar por los epigramas dedicados a Podemos 1 («los amigos de Bildu»), a la portavoz («lo único que lleva en su currículum es haber reventado cajeros») y a los diputados del resto de los partidos («pueden tener claro que nunca escarbaré en la vida de su familia y de sus difuntos»), no parece que se vaya a achantar sin echar mano de la refriega.

Le tocó vadear pesquisas incómodas sobre la cesión de bienes que le hizo su padre y, anticipando el calvario que le espera, se emocionó: «Conmigo se ha traspasado una línea nunca vista; mi familia es honrada, de clase media, ha creado puestos de trabajo y, como tantas, se ha arruinado».

El laborioso tejido que desaguó en el consenso de las derechas para investirla tiene ribetes de ensayo general que anticipa modos y maneras en caminos que están pendientes de recorrer, y eso cuando aún está por despejar la incógnita que falta: nueva investidura o repetición de elecciones.

Junto a los rifirrafes de la investidura-test afloraron reservas tácticas de todos ellos, prueba de que el nuevo modelo aún se encuentra en modo de prueba.

Es el caso de la belicosa portavoz de la derecha extrema, «ni somos parte del Gobierno ni queremos ser, nos debemos al español corriente y común, al que ustedes han abandonado, porque la izquierda pone las ideas, el centro las asume y la derecha las gestiona». Mientras lanzaba a la examinanda bengalas de advertencia: «No habrá entrega de un cheque en blanco ni renuncia a un centímetro de nuestras convicciones». Sin ahorrarse el pase de pecho: «No somos chantajistas, pero no toleramos ningún tipo de extorsión».

En el de los socios de gobierno, su portavoz y vicepresidente in pectore se dedicó a fecundar el infinito, al no nombrar en una sola ocasión a la que será su presidenta pero sin dejar de advertirle que, caso de que asome el menor atisbo de corrupción, el apoyo accidental se desvanecerá ipso facto.

Y por fin, el de un hombre moderado sin hambre de balón que, a pesar de ser portavoz del grupo más votado, optó por no entrar en la batalla, dejando la franquicia de la pendencia a los más jóvenes.

Todo parece indicar que estamos ante un ensayo de laboratorio, que no es otro que la batalla entre derechas e izquierda, aspirantes a gobernar la política nacional.

Los populares querrán aprovechar la capitalidad de Madrid como locomotora del país, frente al desplome empresarial ocasionado por el pánico al soberanismo o la incertidumbre de un Gobierno escorado a babor, con avidez extractiva.

En cualquier caso, Madrid es, desde ahora, el campo de pruebas de un proyecto nacional en el que, en pugna por la hegemonía, el entendimiento del centro y la derecha dará la medida del vuelo de cada cual.

Que se lo pregunten a Ayuso, a quien le ha tocado mediar entre el socio de gobierno y el socio de investidura para llegar a un acuerdo escarpado.

La izquierda acusa a la derecha de necesitar un «clima permanente de miseria, fango y ataque porque no quiere discutir de ideas». Y la derecha contraataca: «Durante muchos años, los partidos y movimientos de la izquierda han pontificado, dando lecciones de democracia y permitiéndose acosar a los demás».

El tiempo que viene anuncia una batalla a campo abierto, con el protagonismo de cuatro portavoces parlamentarias que no van a renunciar a un lenguaje descarnado para defender sus posiciones.

De momento, el azote de la aspirante, que se llevó los aplausos de la bancada socialista, dejó claro que su primera medida será llevar a la Fiscalía las informaciones que relacionan a la electa presidenta con un préstamo de Avalmadrid de 400.000 euros.

Antes de iniciarse en la gestión de los 20.000 millones de euros del presupuesto de la región, la nueva presidenta ya está advertida de lo que le espera. De su capacidad de aguante depende, en gran medida, el futuro de su mentor.

Con lo que quizá no contaba es con el desaire que, para abrir boca, le ha hecho su pareja de baile, imponiéndole como consejero precisamente a un tránsfuga (anterior presidente popular del Gobierno regional) y teniéndose que enterar del nombre de otro mientras le entrevistaban a la sifrina en una emisora de radio.

Pero, ojo con las perdices, que se desplazan, gráciles, como si llevasen zapatos de tacón.