Hay un refrán valenciano harto engañoso: «A l' estiu tot el món viu». Unos viven mejor que otros durante toda su existencia, como, por ejemplo, quienes vivimos -en todas las estaciones del año- sin hijos a nuestro cargo. Es un placer selecto, propio de esa gente lúcida que no cae en la trampa de ampliar el árbol genealógico. Disponer de mucho tiempo para uno mismo, cuidarse, mimarse, incluso aburrirse faltos de obligaciones, no deja de ser un estilo de vida chic sólo al alcance de minorías privilegiadas. El refrán antes mencionado deviene placebo de baratillo, una suerte de psicología positiva de chinos útil para tantos desdichados cuyo sentido de la vida se alimenta de frases bobas: «el trabajo dignifica a las personas», «el amor todo lo puede» o «todos tenemos grandes talentos». Cuando alguien lapida estas memeces incrustadas en el imaginario colectivo acaba convirtiéndose en el antipático de turno, el raro, el cenizo. A nadie le gusta que dinamiten su mísero paradigma existencial, por eso, créanme, abunda una inquina sin parangón contra nosotros los «sin hijos».

Si quieren una prueba fehaciente, ahí tienen el glorioso verano, época de vagancia, chiringuito y frenesí. O no siempre, porque, los papás y mamás, aunque en otras estaciones del año pregonan legión de beneficios terapéuticos de su descendencia, lamentan cada estío, con ahínco, la llegada de las vacaciones escolares. ¡Malditos docentes que les recuerdan sus obligaciones como padres y madres! Se preguntan cómo sobrellevar dos meses día y noche con sus críos, maquinan teorías pedagógicas inhóspitas -tanto tiempo sin escuela perjudica la salud psicológica de las criaturas, por ejemplo- o inventan cosas tan extrañas y ridículas como escuelas de verano, campamentos de verano, intercambios de verano o gaitas de verano. Éxtasis eufemístico eclipsando una verdad rudimentaria, casi insultante: les aterra soportar 24 horas a sus chicos y chicas, pero, como decirlo tan claro resulta un tanto indecoroso, fabrican mecanismos alternativos que suavicen su miseria moral. El inglés, por cierto, da mucho juego. Si tu hijo es un idiota de remate -cosa bastante posible, en concordancia a su padre- envíalo a Londres y que vuelva bilingüe o trilingüe. Mano de santo para lavar conciencias (y librarse ya puestos de la impertinencia de quien tú mismo quisiste criar).

Así pues, se pregunta uno si esto de tener hijos -e hijas- es sostenible a nivel planetario. El sistema está al borde del colapso, el cambio climático nos acecha y, a fin de cuentas, perpetuar la especie no anima a recuperar un entorno ecológico, solidario, natural, primitivo. Si rebajamos la cuota de hipocresía, si asumimos que la procreación podría convertirse en anécdota y no en norma, el universo respirará una atmósfera saludable, provechosa. De igual modo, disminuirá esa tremebunda tasa de progenitores espantados con la llegada de un verano familiar y en piña genealógica. Mientras tanto disfrutaremos a su salud -y mucho- esos ciudadanos de a pie que, en breve, no tendremos mayor ocupación que la de buscar entretenimiento para rellenar las largas horas veraniegas. Lo haremos, por cierto, como debe ser: sin hijos.