Cada vez que el ritmo cotidiano de la vida se relaja, multiplicamos la costumbre de invitar y acudir a invitaciones que, seguramente sin que lo advirtamos, forman parte sustancial del tiempo libre en sentido propio, es decir, del tiempo de la libertad y su ejercicio más esplendido, menos limitado. Tal vez parezca un contrasentido, pero lo propio de la libertad son los compromisos innecesarios y, todavía más, su celebración, de la que forman parte principal las invitaciones.

Invitar no es solo un cierto exceso del que invita, que dispone del tiempo y de lo necesario para ofrecerlo, sino que requiere la aceptación del invitado, y por tanto el reconocimiento de su libertad. De hecho, la invitación es tanto más genuina cuanto más sinceramente libres son el deseo del que invita y del que acepta. De ahí que el compromiso degrade la autenticidad de la invitación, cuyo motivo realmente genuino es siempre y simplemente el gusto de hacerlo. Por eso, en realidad, solo invita el que «tiene el gusto de invitar».

Lo anterior no implica que el compromiso de corresponder a una invitación previa, o un cierto interés secundario en trabar trato, no puedan formar parte de una invitación auténtica. La deuda y el interés forman parte de la vida. Pero la invitación para serlo ha de surgir también y sobre todo del deseo de «atender» al que se invita. Y no solo en el sentido de recibirle y ofrecerle de lo propio y en nuestra casa, sino en el no menos importante de prestarle atención.

De hecho, nos sentimos inclinados a invitar a quienes nos llaman la atención de alguna manera, tal vez porque su forma de ser, lo que han hecho o lo que saben nos incita a tenerlos presentes con más cercanía. Así que forma parte central de la invitación la disposición a escuchar y considerar con más dedicación al invitado. Más incluso, se podría decir que la invitación responde a un deseo de «contemplación» en su sentido clásico, es decir, de tener presente al invitado y de agasajarlo con lo mejor de lo que tenemos y somos.

De esa manera, una vez rota la extrañeza que los separaba, la invitación puede crear un vínculo cuyo origen libre en el mutuo gusto prefigura a la amistad, de la que forma parte algo así como un régimen de permanente y mutua invitación. Por eso, invitar no se reduce como el respeto a reconocer la libertad y la personalidad del otro, sino que las estima con una predisposición favorable.

Además, la invitación no solo hace un ofrecimiento sino que incluye el ruego de que sea aceptado. Y de ahí que la presencia del invitado sea ella misma un presente para quien le recibe, y que quien invita tenga tantas razones para la gratitud como el invitado. Aunque sea inadvertidamente, todo lo anterior lo saben los invitados al corresponder con un obsequio, y también quienes invitan al mostrarse distinguidos y contentos por la llegada del invitado, y la prueba es que si fingen saben de sobra qué es eso lo que han de representar.

Esa síntesis de ofrecimiento, ruego y alegre gratitud tiene una modalidad que la acerca a las actividades de culto, la ofrenda, y otra que es la propia de los hábitos civiles, la invitación. En ambos casos la ocasión suele ser el tiempo libre de las cargas del trabajo, y también en ambos casos el contenido de la invitación suele consistir en una comida -más bien, una cena, dice Rafael Alvira- y la recepción en la propia casa.

En efecto, ningún espacio es tan propio para invitar como el que se tiene por propio. Y en ese sentido, es cierto que hay que tener algo que ofrecer y que tener casa para poder invitar. Sin embargo, en un sentido más definitivo, solo tiene casa el que puede invitar, como solo el que tiene algo que ofrecer tiene en realidad.

La prueba de lo anterior es que muchas especies animales cuentan con refugios y madrigueras, pero ninguna de ellas practica las invitaciones. Lo que abre el espacio interior que llamamos casa no es tanto su cierre físico que nos defiende, como su ofrecimiento. A una casa no la hacen su cubierta y paredes sino su puerta, pues es más decisivamente el lugar de la acogida que el de la defensa como los refugios animales. Tiene casa, pues, el que puede ofrecer y recibir: invitar.

Por eso, si hay que inaugurar una casa no se hace cerrándola sino invitando, es decir, abriéndola mediante el recibimiento. De hecho, no poder invitar en absoluto es no tener casa. Los cautivos lo saben bien: estar preso no es solo no poder salir, sino no poder dejar entrar. No está en su casa quien no dispone de ese lugar para poder ofrecerlo y recibir. En cambio, la libertad y su ejercicio se expresan en el señorío entre iguales que implica invitar y ser invitado. Además, al invitar el que tiene se pone en manos del que recibe la invitación que puede rechazarlo, lo que implica que la libertad del que acepta es tan eminente como la del que ofrece.

Sin embargo, invitar es sobre todo síntoma de la riqueza de la vida del que invita. Las invitaciones refuerzan y surgen de la vitalidad de los que las hacen, de su apertura y disposición a estimar a otros, a tomarlos en consideración y atenderlos componiendo el espacio interior de una casa y de unas intimidades con la amplitud de la amabilidad y de la inteligencia de la vida. Invitar es estar vivo e incrementarlo mediante la intensidad de la atención de quien sabe estar y ser atento.

Dice Steiner que hacen falta dos libertades para hacer una, pero son necesarias muchas más asociadas por la amabilidad para hacer cívica e interior esa libertad. La invitación es la fuente de la civilidad y de lo civil. Hegel lo había dicho de otro modo: «solo al considerar al otro como otro se tiene el sentimiento de sí mismo». Ese es el premio de invitar: formar el sentimiento de sí mismo mediante el conocimiento y el aprecio de muchos otros, es decir, ser rico.