Los defensores de la soberanía tienen en los fuegos de la Amazonia un elemento de prueba de su doctrina. Incluso en el caso de que sepamos qué es la soberanía, aunque no estemos en condiciones de confundir la soberanía de Brasil con el señor Bolsonaro, todavía podemos ver en este caso no sólo que el soberano puede estar equivocado, sino que además puede estar equivocado contra la humanidad entera. Defender la soberanía como valor absoluto tiene que llevarnos a problemas inevitables con los demás. La soberanía absoluta suele conducir a la soledad absoluta. Miren ustedes a Trump en Biarritz. Sólo está con él un Boris Johnson que baila en la cuerda floja. En el caso de Brasil, nos puede llevar a confundir al soberano con el lobby de terratenientes que aspiran a transformar el pulmón del planeta en campos de soja. ¿Cuánto tiempo lo aprovecharán, diez años? ¿Cuánto tiempo soportarán las tierras de la Amazonia un cultivo intensivo? ¿Creen que desforestar será compatible con mantener un régimen de fertilidad?

El soberano moderno estuvo diseñado para aplicar a las comunidades humanas la teoría del conatus. Un Estado era un grupo humano que aspiraba a mantenerse en su ser y que tenía el derecho natural de existir, reconocido por los demás Estados. Elemento de la ontología del mundo, su verdadera temporalidad era la eternidad. Soberanía era un seguro de duración. Hoy, cuanto más poder acumula el soberano, más cerca lleva a su grupo a las fronteras de la muerte. Esto se debe a que el soberano está hoy mucho más cerca de la omnipotencia y deja ver con más intensidad que el efecto del exceso de poder es la destrucción.

En efecto, si miramos lo que ha pasado este año en la Amazonia, obtenemos un detalle que es fundamental para pensar el presente. Cuando los estancieros brasileños comenzaron al inicio de verano a prender fuego en determinados campos, no hacían nada diferente de lo que vienen haciendo durante décadas. Si este año su crimen contra la humanidad, su genocidio ecológico, ha alcanzando dimensiones que han alarmado al planeta entero, es sencillamente -como reconoce la prensa local y se afirma en ciertos círculos de los afectados- porque se les ha ido de las manos, porque han quemado mucha más extensión de la que pueden explotar y cultivar, como con una frase bien coloquial resumía Clarín Mundo. Este hecho merece una reflexión.

La cuestión central es que hemos confundido el verdadero mensaje acerca del cambio climático. Todas las noticias lo situaban para dentro de unos años, más o menos largos. Pero en realidad ya ha llegado. Lo vemos por doquier y estamos en medio de él. Vivir se ha tornado enojoso. Los estancieros brasileros venían quemando la selva que podían cultivar, pensando que la catástrofe todavía estaba en el futuro. Un acto más en la mala dirección y las cosas se han disparado cualitativamente. Ya no hay futuro. Hubo futuro. Ahora solo hay irreversibilidad. Si nos preguntamos por qué se les ha ido de las manos, solo hay una respuesta: porque el efecto acumulado de los atentados anteriores ya se ha revelado catastrófico. Ese efecto acumulado es el que hay que percibir, y no temer el futuro. Ha sido la sequía ya producida, la disminución de selva, la falta de humedad ya consumada, lo que ha transformado un hecho habitual en una catástrofe mundial. Eso significa que el próximo fuego todavía será más devastador. Y así en escalada. La consecuencia es que un continente entero cambiará su faz para siempre. Si Lope de Aguirre regresara a la vida y descendiera ahora de El Marañón hacia el Amazonas, atravesaría paisajes que no podría ni reconocer.

Ahora podemos elevar lo dicho a un principio más general. Cualquiera que tome las riendas de un poder soberano en la actualidad tiene que ser muy consciente de que todas las realidades del mundo están en el límite de la situación catastrófica. La razón de esto es sencillamente que las prácticas de intervención de los poderes de la tierra en diversos campos sociales acumulan ya décadas de inercia, protagonizadas por la irresponsabilidad, la ceguera y la estúpida fe en las propias mentiras. Cualquier exceso de poder puede introducir a nuestras sociedades en zonas catastróficas. En este sentido, no solo se les fue la mano a los estancieros porque las alteraciones climáticas de hecho ya están fuera de control; se les fue la mano también porque tenían segura la protección de sus acciones por parte del poder soberano, porque se sentían a salvo, a cubierto por un poder amigo y absoluto. Esa complicidad recíproca privó al Estado de los reflejos para ver claro, intervenir a tiempo y limitar todo lo posible los daños.

La aplicación de un poder excesivo en la misma dirección a cualquier punto de una realidad muy deteriorada lleva a la catástrofe. Es como el cáncer. Bloquea todos los recursos de exportar entropía y lanza el desorden hacia el interior del cuerpo. Eso se ha visto igualmente en la Venezuela de Maduro. Pero también se puede esperar de la Italia de Salvini. Si mañana hubiera elecciones y venciera por mayoría absoluta, ni siquiera tendría que alterar la ley (cosa que hará) para que fuera mucho más difícil que un juez de Agrigento desafiara al Poder Ejecutivo estableciendo sentencias que lo amenacen con situarlo fuera de la ley. Y cuando la Judicatura italiana no pueda contener al Poder Ejecutivo, entonces el colectivo que ha venido salvando la democracia italiana desde la ciénaga de Craxi ya no estará disponible.

Por supuesto que la paradoja del poder no se agota al poner de manifiesto los efectos destructores de la omnipotencia. Esta paradoja no es la única del poder. Solo la recuerdo para tener una percepción diferente de las cosas, más capaz de apreciar los efectos acumulados en su potencial peligrosidad. No se trata de que Trump sea catastrófico. Se trata de atender a que las erosiones anteriores del marco político en su mano pueden ser una bomba. Como en la Amazonia, el día menos pensado alguien creerá hacer lo mismo que venía haciendo antes y en realidad está traspasando el límite irreversible del caos.

Se me podría decir que, para revertir esos fenómenos acumulados de erosión de los sistemas sociales y políticos, también se necesita poder, mucho poder. Y así es. Y a eso aluden también los líderes que reclaman activar la soberanía de la gente para configurar gobiernos capaces de intervenir en la realidad. Esa reclamación es legítima y acertada. A los que se esconden detrás del escenario de la democracia, por decirlo con un título de Luciano Canfora, les vienen muy bien los gobiernos sin poder, e incluso parecen promover, como en nuestro país, Estados sin gobierno, porque de esa manera las inercias del sistema juegan a su favor. Es lo que estamos viendo en España, que nadie parece inquietarse porque llevemos sin gobierno casi dos años. Mientras, gobierna la dinámica ya creada, que siempre beneficia a los poderosos.

Así que yo también deseo fortalecer la democracia formando gobiernos que tengan el apoyo de mayorías sólidas y trasversales que los hagan capaces de realizar y atender reclamaciones populares justas. Sin embargo, creo que quienes aspiren a formar esos gobiernos y ponerse al frente de amplios grupos de electores deben extremar la conciencia responsable identificando el umbral de entropía que albergan nuestras sociedades, incluidos los sistemas psíquicos de nuestras poblaciones. El medio ambiente es el ejemplo más evidente de lo que digo. Intentar mejorar una realidad sobre la que se acumulan los años de incuria, no será fácil. Si se quiere mantener la confianza de las poblaciones en la democracia, se tendrá que prestar mucha atención para ponderar los equilibrios entre avance y decepción. Lo que hay detrás de las dificultades de formar Gobierno bien puede ser una oscura conciencia de lo delicado de ese equilibrio.