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La micronésima parte de algo

Fue el jueves pasado, cuando estábamos cenando en una terraza. Salió el tema porque a Fina Cardona-Bosch le gustó que Josep-Lluís Carod Rovira, exlíder de ERC, nombrara en una columna al inquieto Toni Mollà. Nos gusta que los nombres de los que queremos y admiramos destaquen entre la multitud, entre los océanos de lo humanamente similar. Aunque lo que permanece para siempre en realidad no es el nombre, sino lo que hicimos.

Suponía Carod Rovira en su artículo que si conociéramos quiénes son los poetas favoritos de nuestros políticos, obtendríamos muchas pistas sobre su perfil personal, cívico y cultural. Podría ser divertido, aunque no muy fiable como método analítico: Bin Laden, Mussolini, Mao Zedong, Stalin, Hitler o Nerón exhibieron una sorprendente sensibilidad en sus poemarios sin translucir en ellos sus narcisistas tendencias homicidas.

Wislawa Szymborska, una poeta que compartió esta época nuestra carente de héroes y llena de mártires, dijo que, sin contar las escuelas donde es obligatorio y a los propios poetas, a los pocos que a los que leemos poesía nos gusta como nos gusta la sopa de caldo, los cumplidos, el color azul, una vieja bufanda, salirnos con la nuestra o acariciar a un perro. Solo existe porque no sabemos ni lo que es ni a qué misteriosa voluntad intangible obedece ese trabajo sin grado académico ni certificado oficial ni master que añadir al currículum.

Pero creo que lo que en realidad buscaba Carod Rovira en su artículo era que el lector distinguiera, entre los políticos de una lista larga y heterogénea, a sus anticristos: los que cultivan una prosa plana, efectiva y demoledora, hablada en un único idioma carente de metáforas.

Ya que nos hemos metido en el juego de compararlos, existe una característica común entre el político y el poeta. En sus mundos de lo intangible, ambos tienen un precioso colaborador: el público, o al menos, una parte del público. Es el público quien atribuye al médium, al sacerdote, a la sibila o al adivino quiromántico la ampliación de sus pensamientos de siempre. Cuando los más incrédulos hacen preguntas, los médiums responden con ideas vagas y satisfactorias, porque saben que un noventa siete por ciento de escépticos no lo son y que la gente se hace la ilusión de tener sentido crítico. Siempre hay algo de religioso en las profecías y la metafísica, aunque provengan de un diputado en Cortes, de un trovador o de un pitoniso televisivo.

Pero, ¿por qué son creíbles sus revelaciones ? ¿Cómo hay discursos que mantienen aún su frescura, cuando su comprensión está tan ligada a un idioma, a un momento en el tiempo? ¿Por su forma o por el fondo? Siempre funcionan porque ante la duda existencial, la gran mayoría del público siente deseos frenéticos de dejarse convencer.

He conocido a muchos conformistas que recuerdan al borracho de Marmeladov, quien en «Crimen y Castigo» cuenta al protagonista que ha acompañado a su hija Sonia para pedir a la policía la tarjeta amarilla que le permita poder ejercer la prostitución legalmente. Raskólnikov le responde: «Es necesario. Es una prima de seguro que hay que pagar al Diablo para garantizar el descanso de las otras». Y su alma queda en paz, pensando que quizá su dulce hermana acabará como Sonia y entrará en el inevitable porcentaje.

Es fastidioso, pero estos miles de idiotas acomodaticios con voz y con voto, que te han dicho textualmente miles de veces la misma idiotez creyendo cada uno haber inventado una idea original, son sociológicamente indispensables para la estabilidad de un gobierno, controlando peligrosas subversiones. Si ahora se proclamara en València una ley que dictaminara que cada ciudadano tiene que recibir cada mañana una bofetada en la comisaría de su barrio, la mayoría irían encantados y muchos acudirían en taxi para poder aprovechar mejor la mañana.

Mientras esperamos, como las ranas de Esopo, la aclamación del próximo tronco caído del cielo en las próximas elecciones generales, escucharemos atentamente expresarse al ciudadano medio que hace que los titulares de fútbol sean trending topic en la redes. El ciudadano común no se levanta de su asiento para cederlo a un anciano porque él ha pagado su billete «como todo el mundo». Que se luce, exhuberante de mala educación, formado por el discurso televisivo y las conversaciones de su padre y de su madre: «La leche es mala para la salud»; «Los pobres que vayan a trabajar»; «Los mendigos tienen el colchón repleto de billetes de cien euros». Ciudadanos mediocres que creen poder demoler al contrario diciendo de él que en su origen fue lavaplatos o llevaba la contabilidad de un prostíbulo y ahora declara «demasiado» patrimonio, dando a entender, sin aportar prueba alguna, que lo ha robado.

Por eso es agradable que Toni Mollà haya hecho reflexionar a un político sobre la necesidad desesperante de que exista poesía en nuestras vidas. Poesía para pensar, sentir, dudar, preguntar, curiosear y escuchar nuestros corazones, si es que aún hemos conseguido conservarlo.

Seguimos cenando en la terraza. Mariola, la joven hija de Tona, me cuenta que, además de Bellas Artes, va a estudiar filosofía, porque también comunica el pensamiento. Algo está cambiando. Me gustaría discutirlo con ella, pero sé que a pesar de todo, gracias a la reacción de vivir en un mundo sin alma, la micronésima parte de algo está cambiando.

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