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Agosto en rojo

Ha agonizado este mes de agosto inmisericorde con la Tierra en calor y fuego. Mes álgido del verano, propicio a sol y playa, al descanso temporal del trabajo que define la vacación. Quedó bautizado el Agosto, el sexto mes del viejo calendario romano (sextilis), en honor a Octavio Augusto el emperador y, para no ser menos que Julio que honraba a Julio César, tuvo también 31 días aunque ello obligara a reajustes y menguara al pobre Febrero.

Mes de recolección del cereal en el hemisferio norte, básico en la alimentación humana y animal, es en nuestros lares un mes de dispendios múltiples. Aumentan los desplazamientos temporales y pueblos y ciudades se llenan de fiesta en su origen para celebrar las cosechas. En tiempos lejanos agricultores y temporeros "hacían su agosto" en los buenos años de producción y la expresión se extiende hoy a todo aquel que realiza un buen negocio que en agosto se multiplica en lugares de turismo vacacional si la coyuntura económica es buena.

"Agosto fríe el rostro" dice el refranero popular y en las noches, crecientes ya, "frío en rostro". Mes que debe ser caluroso en extremo y tormentoso también. La sabiduría popular, pegada al campo que cuidaba y limpiaba, queda atónita ante los desmanes que el abandono hace en cualquier parte de esta maltratada casa nuestra que es la Tierra.

Estrenábamos agosto con una "inmensa humareda" en Siberia visible desde la Estación Espacial Internacional. Rusia admitía que el fuego afectaba a tres millones de hectáreas, algo así como tres veces Asturias, y alertaba del peligro para el deterioro del permafrost, el sustrato congelado tan necesario en el equilibrio de las regiones frías. Además advertía de la intencionalidad del fuego para ocultar talas ilegales. Un desastre mundial.

En medida espacial menor, como no podía ser de otro modo, la isla de Gran Canaria, capital de las míticas Islas Afortunadas según adopción de la leyenda griega, también el fuego hizo mella. Fueron doce mil hectáreas del mayor incendio forestal de España en los últimos años. Allí, en el oasis isleño donde Cristóbal Colón pasó el agosto de 1492 acondicionando sus naves, repostando agua y alimentos y contratando buenos y avezados marinos para su expedición, diestros en el dominio de las corrientes de aquellas latitudes, las llamas se hicieron dueñas durante días interminables amenazando vidas y haciendas y destruyendo una cubierta vegetal imprescindible. La sequedad, las altas temperaturas y el abandono del bosque, que acumula maleza, son básicos para parar una plaga que una vez desatada solo el esfuerzo rayano en heroísmo puede parar.

Termina agosto y estalla una voz de alarma unánime y generalizada por otro incendio que, visible una vez más desde el espacio, afecta al comúnmente llamado "pulmón del planeta", la selva del Amazonas, expandiéndose por Brasil y Bolivia. Solo la dimensión del territorio explica que sea posible sostener que este año ese espacio básico para el equilibrio del planeta haya soportado más de 76.000 incendios, pese a que, al parecer las temperaturas son normales y las lluvias poco inferiores a lo habitual. La deforestación ilegal, ahora consentida, para aumentar los cultivos, la ganadería y la minería parece estar detrás de buena parte de ellos. Extendida por 7,4 millones de kilómetros cuadrados, la Amazonia representa la mitad del bosque húmedo del planeta, vital para la generación de oxígeno, además de ser una reserva de agua dulce irremplazable con plantas medicinales y nutricionales de difícil sustitución y especies animales únicas. Total un bien patrimonio de la Humanidad. Por eso la voz de alarma esta vez no se ha limitado a las organizaciones de siempre. Ha saltado a la arena política internacional. La Francia oficial, que tanto lloró por su Notre Dame en llamas, clama también por esta enorme catedral verde y reclama responsabilidad del gobierno brasileño, según muchos culpable de la catástrofe, pero dueño territorial del 60% de esta joya natural mundial, con cuya supervivencia no debiera jugar.

Un Amazonas desconocido había dejado boquiabiertos, además de exhaustos, en un lejanísimo siglo XVI al extremeño Francisco de Orellana (1511-1546) y su grupo explorador que durante meses, dos navegando por un afluente y siete por el propio río, sufrirían todo tipo de penurias. Buscando el país de la canela y el dorado navegarían por el río más caudaloso y largo de la Tierra que reinaba en un espacio que calificaron como "infierno verde" el de una cuenca alimentada por más de mil ríos. El dominico Gaspar de Carvajal, de Trujillo como Orellana, realizó la descripción de aquel viaje en un relato cuestionado pero imprescindible. Tras más de -según sus cálculos- 7.500 km (1.800 leguas) de aventura y reconocimiento de un lugar ignoto y hostil, la expedición, que había partido de Quito, llegó a la desembocadura del Atlántico el 26 de agosto de 1542. Orellana, que había desobedecido a su "superior" Gonzalo Pizarro fue juzgado por traición, pero absuelto volvió como gobernador de Nueva Andalucía, que así se denominó la región entre el Orinoco y el Amazonas, con la intención de navegar de nuevo por aquellos ríos imposibles. Conoció unas tierras de valor incalculable para el equilibro del Planeta y allí falleció, en algún lugar sin nombre.

Corriendo siglos, en los años 70 se acometió el proyecto de la carretera llamada Rodovia Transamazónica, un monstruo en el corazón verde para activar la economía agrícola. Nunca llegó a pavimentarse del todo; la selva y las lluvias se la comían. Casi desierta une Cabedelo en Paraiba con Benjamin Constant, ya en la frontera con Perú. Un daño grave, con cientos de kilómetros casi intransitables, sin pueblos o servicios de ningún tipo, impracticable en época de lluvia de octubre a marzo. Un desacierto como tantos.

Deforestar amplias zonas para explotar recursos ganaderos, agrícolas, mineros o lo que sea requiere un plan mejor que la inmediatez de rendimientos efímeros que a largo plazo empobrecen más de lo que benefician. Hay razones más que suficientes para salvar los bosques. Ellos limpian el aire y regulan el clima; sirven a personas, animales y plantas. Son los mejores aliados contra el llamado "cambio climático". Y si los países que más deforestan son aquellos en vías de desarrollo para ampliar el terreno cultivable o con usos económicos que los árboles impiden, tal vez sea imprescindible un consenso mundial en el que a estos países se les compense por mantener sus ecosistemas, pues aunque suyos a todos nos hacen respirar. No se puede jugar con la supervivencia mundial y "acordarse solo de Santa Bárbara cuando truena".

[FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). "El estado de los bosques del mundo: vías forestales hacia el desarrollo sostenible, 2018". Acceso libre; Javier Reverte. "El río de la desolación: un viaje por el Amazonas". Plaza y Janés, 2004]

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