El famoso sociólogo británico Anthony Giddens cuenta en uno de sus libros que, en los años setenta, un antropólogo que investigaba sobre comunidades alejadas de la civilización occidental en la República Centroafricana se encontró con una alucinante sorpresa. Al final de una cena el jefe de la tribu ofreció al visitante, como broche de la velada, que vieran juntos un capítulo de la serie de televisión Dallas, un culebrón de dinero, sexo y petróleo que hacía furor en aquella época. Así pues, la revolución de Internet y la fiebre por las series en plataformas a la carta tardarían todavía un par de décadas en extenderse por todo el mundo, pero los efectos de la globalización económica y cultural ya se notaban en aquellos años setenta. Pero hoy ya resulta difícil pasear por alguna ciudad cuyo centro comercial no se halle invadido por las mismas franquicias de siempre, mientras se torna igual de complicado sintonizar una emisora de radio local que no programe una y otra vez los temas de pop o de rock que, compuestos en Estados Unidos, tararean desde México a Sudáfrica o desde Noruega a Australia. El mundo, pues, se ha convertido en una aldea global donde las normas se marcan desde unos pocos centros de poder y donde las señas de identidad locales corren el peligro de ser arrasadas por fenómenos extraños. En idéntica línea se situaría una masificación turística imparable y abrumadora que va camino de transformar ciudades como Barcelona, Palma o València en parques temáticos de cartón piedra al servicio de los visitantes y no de los vecinos.
