A la vuelta de vacaciones toca fichar. El registro de la jornada laboral despierta sentimientos encontrados. El control nos genera rechazo a priori, si bien la mayoría de gente disfruta dominando a los demás. La dialéctica amo-esclavo sigue en auge, ornamentada, eso sí, de principios neoliberales. La vida representada en un «como si». El orden mundial imperante genera monstruos, aunque se disimula y hacemos «como si» no hubiera otra alternativa posible. La existencia es putrefacta pero revestimos su hedor con fragancias metafísicas. La mente se somete fácilmente. El mileurista asume resignadamente su condición. Cobras una miseria, pero te vigilan y controlan porque formas parte de un mecanismo capitalista nada veraniego.

Fichar en el trabajo también deviene un mecanismo de coerción. Hay gente que acude a su trabajo físicamente, como si cumpliera con sus obligaciones, pero nunca pisa mentalmente la oficina, el instituto o la empresa. El común de los mortales entra en el trabajo aunque éste nunca entrara en su corazón, de ahí la cantidad de individuos apáticos, soporíferos y moribundos fichando estos días puntualmente, aunque ya hace siglos que jubilaron su pasión profesional (si acaso alguna vez la sintieron). Fichan, sí, como si les importara ganarse el sueldo, su jefe o la compañera de mesa. Su disimulo no precisa de grandes estrategias. Si no les interesa su propia vida ni su propio marido, ¿qué importa añadir una cuota de indigencia existencial a tanto miserable sinsentido laboral? Ahí radica el nudo de la sumisión. Cabe todo y nos convierte en auténticos supervivientes. Es un secreto a voces, ya saben, pero recordarlo desconcierta y molesta. Por eso hay voces críticas contra el registro de nuestras horas en la oficina o el instituto: déjennos vivir, haremos como si el trabajo dignificara, aunque ya sepamos que somos el detritus de un sistema capitalista psicótico. ¿Hacía falta recordarlo?

Por si fuera poco, viene el filósofo Byung-Chul Han de turno y nos recuerda que «ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando». Otra amargura añadida a ese registro laboral. ¿Era necesario minutar tantas horas de esclavitud profesional? Insertos en la sinrazón de la esclavitud ornamentada de dignidad profesional, el fin del mundo llegará cuando fiche también el alumnado, machacado horas y horas en un sistema educativo ignominioso. ¿Se imaginan si ficharan niños y niñas el tiempo que dedican a jugar, saltar y reír? Saldría a la luz que apenas se divierten, porque, también ellas y ellos, inmersos en una vida enfermiza y simétrica a la de los adultos, forman parte de este delirio colectivo, de esta esquizofrenia planetaria que camufla su porquería en el espejismo de la dignidad del trabajo. Como si importara fichar, o el trabajo, o la escuela. Hete aquí el malestar de nuestro asunto: la podredumbre debería tratarse con cierta discreción, de modo que, cuantificarla descaradamente y con alevosía resulta indecoroso. ¡Hay que fastidiarse! ¡Fichar la ruindad laboral, moral y humana del planeta!