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¡Fuego!

Si por un lado las estadísticas referentes a la masa forestal nos hablan de un incremento del arbolado en el conjunto de Europa, por el otro los grandes incendios se convierten en un fenómeno global que deja cicatrices en la superficie de medio planeta. Tiempos extraños, desde luego. Este verano han ardido el Amazonas y buena parte de África, la isla de Gran Canaria y, de un modo sobrecogedor, la fría tundra siberiana. Detrás de este fenómeno se halla tanto el abandono de la vida rural -que deja despobladas amplias regiones-, como el incremento de su explotación económica favorecida por la deforestación programada. Y, por supuesto, también se halla la aceleración del cambio climático, que desplaza las denominadas fronteras del clima. ¿Se africaniza España y se iberiza Europa? ¿Llegará a parecerse el tiempo escandinavo al benigno clima francés? Nada es descartable porque jugamos con miles de variables, muchas de ellas incomprensibles aún para la ciencia que ofrece datos para cualquier teoría. En una reciente entrevista concedida a El País, Marc Castellnou, jefe del Grupo de Actuaciones Forestales (GRAF) de los Bomberos de Cataluña, hablaba de la probabilidad de que, en un futuro cercano, las grandes masas forestales del centro de Europa, Suecia o los bosques seculares de Canadá terminen ardiendo sin control. “Un bosque no gestionado, al que le faltan especies, o con un ecosistema empobrecido quemará. La respuesta debe ser siempre buscar paisajes sanos y, ya sea por bosques maduros o por gestión forestal, quitar combustible del paisaje, y esto nunca se ha hecho en los tiempos modernos”.

Gestionar los ecosistemas va, desde luego, mucho más allá de las masas forestales, aunque no podamos entender un paisaje sin el culto a los bosques antiguos. Hay muchos otros aspectos a considerar, como los continentes de plástico que surcan los océanos convirtiéndolos en hábitats hostiles para la vida. La llegada del Antropoceno, una era geológica condicionada por la actuación humana, debería advertirnos de que el Apocalipsis no sólo está en manos de los dioses sino que es una posibilidad al alcance del hombre. Si la industrialización ha alterado los frágiles equilibrios naturales, cabe pensar también que la solución pasa por la riqueza de las naciones -cuanto más próspera sea una sociedad, mayor será su consciencia ecológica-, por una ciencia que permita gestionar los desechos del crecimiento económico y por una nueva cultura que vuelva a situar las virtudes del ahorro en el primer plano.

El gran dilema, por supuesto, sigue siendo cómo vehicular el salto de una economía todavía dependiente en exceso del petróleo a otra más sostenible sin que se vean afectados ni la calidad de vida ni el crecimiento de las economías. Y, probablemente, la única respuesta posible sea mediante los pequeños pasos y la aplicación de la llamada teoría del empujón suave o nudge: ligeras ayudas o recomendaciones que faciliten un determinado tipo de decisiones. Eso y una política generosa de infraestructuras públicas que permitan, por ejemplo, mejorar la salud de los ríos y los mares, disminuir la contaminación del aire en las ciudades y regenerar los bosques. Hablamos de dinero, pero también de empleo y de creación de riqueza. Hablamos de dinero, aunque seguramente no tanto, en medio de la borrachera de endeudamiento global que incentiva el capitalismo del siglo XXI. Hablamos de dinero, en efecto, pero también de I+D, porque los avances tecnológicos pueden modular el cambio climático. Y así, junto a la visión pesimista de los medios, hay otras noticias positivas, como los enormes programas de reforestación emprendidos por China. Desde 1982, los bosques han crecido en un 7,1 % de superficie en todo el mundo. Es decir que, a pesar de todo, hay motivos para la esperanza.

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