La noche del 28 de abril un mayoría de los ciudadanos y ciudadanas suspiraron aliviados: el viejo fantasma de la intolerancia, aunque presente, pareció esfumarse en las urnas. Unas semanas más tarde bajo la forma de tres caras, reaparecía en las elecciones locales y autonómicas y sin causar alarma formaba gobiernos de coalición de derechas. Como por otra parte lo hacían las izquierdas. En todos los casos la sociedad civil, esto es el cuerpo electoral, había manifestado de modo claro sus preferencias. Hasta aquí de sorpresas, pocas.

No fue el caso del Gobierno. ¿Una singularidad española?. Los coautores de la moción de censura sumaban más votos y más escaños que la coalición de la trinidad derechista. Y las izquierdas no contaminadas de separatismo los votos y los escaños suficientes para gobernar. En coalición, como sucede en la mayoría de los países de la Unión Europea.

Lo que parecía natural en Ayuntamientos y Comunidades Autónomas resultaba imposible cuando se trataba del ejecutivo español. ¿Secretos de Estado en manos de gente poco o nada de fiar?, ¿cuestiones de Estado como el problema catalán?, ¿ la forma del Estado?, ¿reforma constitucional inaplazable ?. La respuesta a estas posibles preguntas ha consistido en lanzar cortinas de humo, o entretener a la sociedad civil, es decir al conjunto de los electores con el «relato» de las peleas de patio escolar o de gallos, en ambos casos detestables para una sociedad madura que demostró en las dos elecciones sucesivas su solidez a riesgo de pagarlo con decepción y hastío añadidos al descrédito de la política y la amenaza de nuevas elecciones.

La primavera y el verano han sido pródigos en análisis de estas singularidades de nuestra inmediata historia política. Pérez Royo, Sánchez Cuenca, Castells, o Martín Pallín, entre otros muchos, han reiterado desde sus acreditados conocimientos académicos o judiciales y en medios nada sospechosos de izquierdismo, su sorpresa a la vez que subrayado el inequívoco sentido del voto ciudadano y su lógica concreción en un gobierno de progreso, de la izquierda. Novedad en la escala estatal, o no tanto que conviene recordar los gobiernos de González o Aznar con apoyo del nacionalismo catalán o vasco.

La salida del armario de la extrema derecha ha animado a la derecha mediática -esta sí, mayoritaria- y a los poderes fácticos heredados de la Dictadura un coro de vetos contra la voluntad de la soberanía, del electorado. Nada nuevo si no mediaran algunas intervenciones que traducen la fascinación por el fascismo y sus supercherías en boca de representantes del partido hegemónico de la izquierda. La unidad de España, el TINA, la frase preferida de Thatcher, There Is Not Alternative a la precarización del empleo, los recortes de sanidad, la transferencia a manos privadas y confesionales de la educación. Que constituyen otros tantos vetos. ¿O se prefiere la vía de desmantelar la Constitución, en especial los Títulos I y los derechos de los ciudadanos, o el VIII en lo que respecta a las autonomías como propone la rama extrema de la derecha?. O, finalmente, ¿alguien está esperando un giro del partido mayoritario de la izquierda hacia la derecha, hacia Cs con la venia fáctica?

La singularidad, una vez más. La Constitución, el producto de la Transición, o lo que es lo mismo la transacción posible entre herederos, vencedores y vencidos. Convendría releer a Condorcet: «ni la Revolución, ni la Constitución son tablas de la ley mosaica, intocables». Cierto, y no por los motivos que dicen aducir los sucesores redivivos de la Dictadura. Porque el papel de alguna de sus instituciones puede contravenir los fundamentos mismos del sistema democrático. ¿Acaso hay un veto oculto conjugado con los vetos expresos de los poderes a que se aludiera?. Las interferencias de la más alta magistratura se prodigaron en el pasado, en otros contextos históricos por supuesto, con costes conocidos y sufragados por la ciudadanía: golpes, dictaduras, guerras civiles, la última horrenda. Despejar esta duda contribuiría a aliviar a la mayoría ciudadana ciudadanía.

La aceptación de las coaliciones en CCAA y Corporaciones Locales contrasta con tantas aprensiones, excusas y charlatanería de «relato» (antaño, en peyorativo, «cuento») . Puede que la ambición de tocar poder y presupuesto haya convencido a la derecha extrema de la bondad del sillón. Y a todos que puesto que es la Administración General del Estado, la que tiene los cordones de la bolsa, la que controla las transferencias a CCAA, Corporaciones Locales, y , no se olvide, los Fondos de la Unión Europea, mediante tutela brutal o suave, nadie se saldrá del redil. Y menos si no tienen intención de hacerlo con la excepción de los nacionalismos «periféricos» puesto que la mayoría de las autonomías están por la labor del nacionalismo español o por alimentar a sus élites extractivas, políticas y no, acostumbradas a la subvención o la seguridad de la ocupación retribuida con cargo al erario.

Así las cosas parece que nos encaminamos a un otoño pródigo de amenazas y no solo meteorológicas. Judiciales ante la incapacidad política para gestionar conflictos como el independentismo catalán. Europeas en la medida que la interinidad nos hace irrelevantes o sospechosos de incapacidad, siguiendo las singularidades españolas. Sociales en lo que respecta a las relaciones laborales, educativas, de fortalecimiento del sistema público de salud. Económicas, toda vez que los agentes más vulnerables como las Pimes no pueden afrontar la incertidumbre con la misma tranquilidad que sus mayores, incluidos los voceros del veto a la izquierda.

Singularidades. Todavía resuena lo de «lejos de nosotros la funesta manía del pensar», o que en el siglo XV un humanista exclamara que «es Hispania provincia poco dada a la compostura del razonar». De eso se trata, de razonar, de pensar, y de innovar buscando la solución a los problemas colectivos sin interferencias ni vetos por más encumbrados que sean. Y dejar de ser singulares. O elecciones que todos dicen que nadie queremos.