El embustero ha de poseer buena memoria. Quintiliano. Marcel Proust decía que «la memoria es como un obrero que trabajara para establecer cimientos duraderos en medio de las olas». Y sobre esos cimientos, sometidos a vaivenes, crecemos. Pero el pueblo pequeño de hoy, tampoco es el mismo: ha perdido su condición de tal, se contempla en el contraste con el mundo que entra en las casas por medio de la televisión, a través de Internet. El sentido de la identidad, por tanto, no es un orgullo de campanario, sino una legitima recuperación del álbum familiar, de la memoria de una comunidad o, si se quiere, de la infancia por la memoria. Porque la verdad es que estamos hechos de memoria y de olvido y que la frontera entre lo uno y lo otro es a veces muy sutil (ya lo comentaba San Agustín desde hace tiempo en sus Confesiones), de modo que no sólo nos explican los recuerdos sino también los olvidos que nos procuramos al objeto de sobrevivir. Para el poeta alemán, Rainer María Rilke, la patria era la infancia. Y cuando hablamos de infancia hablamos de origen, no necesariamente de la edad de la inocencia.

Los pueblos no tienen una sola infancia, tienen tantas como habitantes. Y los habitantes de un pueblo tampoco poseen una infancia con límites, tienen tantas infancias como el imaginario de cada uno le permite en la medida en que sus almas de niños se solazan en la memoria y en el sueño. Rastrear por nuestra memoria, es decir, por la memoria de los nuestros, escuchar sus voces y sus músicas, resucitar las imágenes apagadas de sus costumbres y sus vivencias, puede ser un juego. Pero nadie puede negarle al juego el valor de educarnos, de hacernos. Por eso, al rescatar las voces de nuestro pasado, al volver a oírlas, al intentar situarlas y comprenderlas, no es que volvamos al pasado, es que nos estamos reconociendo en nuestro presente para construir nuestro futuro. Tal vez lleguemos a creer muchas veces, al entrar en los desvanes de nuestras herencias y salvar el legado de los que nos precedieron, que les estamos homenajeando, y todo recuerdo es homenaje si le damos la razón a Gregorio Marañón en que «nadie más muerto que el olvidado», pero en realidad nos estamos sirviendo de ellos. Sin esos cimientos de la memoria, no somos nadie, ni como pueblos ni como individuos. Todo proceso cultural es un proceso de tradición, al que el hombre actual incorpora una nueva mirada y en ese sentido transforma lo que fue en una cosa nueva. El amarillo que el tiempo impone a la fotografía ya es en si mismo un color del tiempo que ha cambiado la imagen.

Y por eso tengo que mencionar aquí la figura de Vicent Andrés Estellés, a quien he recordado tanto en nuestra València y traté en Madrid un día de abril de 1975, aún vivo Franco. Primero, en un recital espléndido en el Ateneo de la capital, y después, en una grata cena con él y con Francisco Brines en mis años de juventud. Recuerdo que le pregunté por la importancia del humor en su obra, y me dijo que era cierta, pero que más que el humor lo era el sarcasmo, la salida de tono, la destemplanza, incluso el amor mismo, no ya la muerte. Me dijo que Francisco Brines tenía razón al encontrarle una relación con los satíricos catalanes de València. Me dijo también que habían influido mucho en él, pero que curiosamente los había conocido con posterioridad. Y me dijo al final que, para él, en castellano, había un nombre cimero: Francisco Brines. «No se trata de gratitud», me dijo. «Esta admiración la siento desde siempre». Y era la misma que había sentido Brines por Estellés, por su valiosísima aportación al catalán y por el compromiso del poeta con su pueblo.

La misma que mi querida e ilustrada vecina de Benimodo, Didín Puig, sintió siempre por su vecino Estellés, también en Benimodo, y por la música de sus poemas. La misma que seguramente sentiría Estellés por el compromiso de Didín con la sociedad que compartieron.

Mi querida Didín Puig gustaba de reconstruir con sus palabras lo que los demás no habíamos vivido; era una forma de volver a vivir ella, pero también, y sobre todo, de comunicar a los otros su experiencia de vida con el orgullo de la que se quiere servicial en su memoria. Y la escuchamos con la misma atención los naturales de fuera que los que fueron acogidos por Didín en aquel su pueblo de Benimodo, donde acabo de contribuir a un modesto homenaje a ella y a Estellés.

Pero le hacía yo preguntas a Didín, consciente del valor de sus respuestas. Porque, en definitiva, muy insensible ha de ser un extraño para no interesarse por la identificación del pueblo que ha elegido para vivir, es decir, por todo lo cotidiano y pequeño, y por todo lo grande que cabe en la pequeña colectividad, que era para Puig, tanto como para Estellés, la creatividad en la música, en la canción, en el baile o en el desarrollo de los regadíos, por ejemplo. Lo hace el forastero por acercarse a la identidad del que le acoge, pero ha de hacerlo un nativo como ella, o una adoptada, para reconocerse en su identidad. La identidad no es sólo un asunto de banderas y de grandes palabras o principios, sino más bien de empeños individuales y colectivos que crecen sobre los cimientos de la memoria; si lo sabría Estellés.

Por eso, evoco ahora esta su vida, tanto como la de Estellés, para destacar de qué modo las nuestras, por más cosmopolitas que seamos, por más planetaria que sea nuestra época, por más que los medios de comunicación nos acerquen con tanta abundancia grandes hechos, hermosos paisajes y arquitecturas y notables creaciones artísticas, o precisamente por todo eso, necesitan de lo próximo y cercano. Es más, el fenómeno inevitable de la globalización, que parece que nos mimetiza, que iguala la indumentaria de un muchacho o de una muchacha de Benimodo con otro u otra de València, lejos de conseguir una uniformidad logra la vindicación de lo distinto, consigue el retorno a la cuna.