El presidente del gobierno se fue a Santander, en viaje de acción de gracias por el único apoyo que ha logrado hasta ahora para sacar adelante su investidura.

Fue después del acto que ofició en presencia de la nomenclatura orgánica, en la estación de Chamartín, para presentar las 370 medidas con las que su socio preferente (del que no se fía) debería renunciar al gobierno de coalición, sumándose -sin rechistar- al gobierno de colaboración (en realidad monocolor) que pretende el líder socialista.

Eso sí, entre las razones utilizadas para convencer de las bondades de su planteamiento, y de paso intimidarle, hay una mezcla de utopía, efectismo, dificultad de plasmación práctica y electoralismo, que lo impregna todo.

Pero siendo trascendente, esto no es lo sustantivo. Lo realmente fantástico es el señuelo de prometer el control de instituciones básicas en el funcionamiento del Estado, para ganarse el apoyo de un debilitado interlocutor, al que se le empezó ofreciendo entrar en el Ejecutivo y tres meses después se está dispuesto a hacer lo que sea con tal de que no entre en el Gobierno.

El ofrecimiento de instituciones del Estado y organismos reguladores cuya independencia trata de preservar la Ley (Consejo General del Poder Judicial, Defensor del Pueblo, Comisión Nacional del Mercado de Valores), como acicate para hacer pasar por el aro a quienes prefieren otro tipo de arreglo, como es sentarse en la silla curul del Consejo de Ministros.

Lo que pasa es que las instituciones no son propiedad de los políticos sino patrimonio de toda la ciudadanía. De la misma manera que el Madrid y el Barça pertenecen a sus socios, no a los directivos, aunque a veces pudiera parecer lo contrario.

Esto recuerda a cuando los distintos gobernantes se dedican a endeudar más al Estado incrementando el gasto público en cuestiones más que discutibles. A modo de ejemplo, los viernes sociales, "sustanciosos", en la terminología de la ministra de Hacienda, que pudieron incurrir en fraude de ley, que es el que se comete al distorsionar -conscientemente- el alcance y el espíritu de una norma en vigor, que entra en colisión con lo que se pretende hacer.

El decreto ley es un recurso excepcional previsto para un "caso de extraordinaria y urgente necesidad", constitucionalmente contraindicado como instrumento habitual de legislación. Y una forma de falsear, en la medida en que se aparenta aprobar medidas que no lo van a estar hasta que sean ratificadas posteriormente por el Congreso, por lo que se vende a la opinión pública la piel del oso antes de haberlo cazado, máxime en período electoral y de forma ventajista para intereses partidistas.

Otra variedad, en definitiva, del estraperlo ya que se ofrece un programa de gasto desatinado, que levanta las alarmas en Bruselas mientras a su socio preferente le parece que es un programa de mínimos.

Desde que se celebraron las elecciones generales, autonómicas y locales los ciudadanos no han percibido señales de gobernar el país con intención de regenerar las instituciones, mejorar la situación general, generar confianza en la sociedad y resolver los problemas que acechan (paro y debilidad estructural) de cara a la crisis que parece aproximarse.

Por el contrario, abuso de poder y menoscabo de la democracia, encarnados por un "líder cordial, cercano, con criterio y firmeza de ánimo" (el jefe del CIS dixit), que plantea la licitación de instituciones y los viernes con premio electoral y que obtiene -como resultado- la evaluación de falta de responsabilidad política.

Así llegamos al momento en el que estamos en que el candidato con más votos antepone la comodidad de su presidencia a cualquier otra opción. Para ello, muestra su disposición a hacer concesiones por doquier. También está dispuesto a ir a elecciones, pareciendo que no quiere, aunque sea eso lo que realmente desea.

Lo perverso de este vodevil es que el preterido líder populista pueda -inteligentemente- decidirse a apoyar, gratis, al nasciturus presidente. Y este se vea obligado a rechazar una oferta mechada.

El principal problema con el que se enfrenta el aspirante es la peliaguda e improbable aprobación de unos Presupuestos Generales del Estado sostenibles que, si cuenta con los votos de nacionalistas, catalanes y vascos, arriesga la unidad del mercado nacional y si cuenta con los del socio preferente se le puede disparar el déficit y deprimir el crecimiento de la economía.

A uno no deja de sorprenderle que en esta práctica del estraperlismo (sobrevivir sin necesidad de gobernar, funcionar por inercia sin hacerse responsable de lo que suceda y subastar instituciones sin estar acreditado para ello), es decir, dedicando el tiempo a buscar fórmulas mágicas que faciliten la cómoda permanencia en el poder, sin ofrecer nada a cambio, al Gobierno se le hayan pasado por alto las recientes opiniones sobre la cuestión catalana, emitidas por quien durante 23 años fue jefe del gobierno catalán desde su guarimba (entre refugio y escondite) existencial.

Lo que ha venido a decir es que, a su juicio, la solución a la cuestión catalana no pasa por trasladar a Barcelona el Senado, ni uno o dos ministerios, ni siquiera por la independencia. Sitúa la discusión en la voluntad de "un encaje efectivo en el marco español y europeo".

Lo que no admite duda es que, al margen de otras consideraciones judiciales y familiares, su planteamiento en términos generales, parece sensato y ofrece claros cauces para el diálogo.

Porque el experimentado hombre político, a sus 89 años sigue siendo una mente lúcida, gracias a un realismo existencial que no se conforma con la ofrenda de golosinas accidentales, "el conflicto actual no es sólo, ni siquiera principalmente, un problema de dinero; es antes una cuestión de reconocimiento". Y aclara los pilares para un deseable entendimiento, "real poder político y competencial, una financiación justa y suficiente y reconocimiento de la identidad propia".

Aunque para ardientes secesionistas, quien lo fue todo ha vuelto a su pasado como si, tras haber visto las orejas al lobo, quisiese dar marcha atrás y alguno le haya llamado "bombero pirómano", el suyo no es un juego descatalogado, como algunos pretenden. Es alguien bien equipado para entender, de primera mano, lo que le pasa a uno cuando se pasa de listo en una España que parece adormecida. Que se lo pregunten a él, que probó esa medicina cuando lo de Banca Catalana.

La sentencia inminente puede ser punto de arranque de un tiempo nuevo en el que predomine el buen sentido, la moderación, y donde tenga cabida la receta de quien, no por haber dicho algunas mentiras deja de decir grandes verdades.

Frente a la épica de los disturbios y las barricadas, la tensión permanente y los actos de sabotaje, las caceroladas y los neumáticos en llamas, es preciso alumbrar medidas que inviertan sentimientos y apelen a la reflexión. Momento de escarbar en las soluciones.

Las sociedades civiles de ambos lados del Ebro no se pueden seguir refugiando en el silencio espeso de las guarimbas y tienen que ser parte, junto a políticos sensatos, en la deliberación que impone la necesidad de superar los agravios.

Pero para ello, hay que dejar a un lado el estraperlo político, consistente en culparse uno a otro mientras se ofertan al adversario cargos sin nombre ni cometido, como moneda de cambio, cuando lo único que se consigue es desilusión y desafecto.

Recordando al maestro, inolvidable José Luis Martin Prieto, "El estraperlismo no se da sólo en el campo de cultivo de la prosperidad y el pelotazo. Vayámonos preparando porque en tiempos de desolación los estraperlistas crecen más que hongos en el bosque tras las primeras lluvias.