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Alimentar a la bestia

Lo mejor que puede pasarle a un agorero es toparse con un igual. Alguien con quien compartir males y desdichas con total libertad, hablar sobre dolencias propias y ajenas y, a su manera, ser felices. Lo peor que puede pasarle a un optimista es coincidir con un agorero y dejarse engullir por su visión de un mundo en el que todo y todos son malos malísimos. Ahora, que las farmacias se han convertido en lugares igual de concurridos que las charcuterías, escucho la conversación entre una embarazada primeriza y una aguafiestas experimentada. La primera, ilusionada y a la expectativa de lo que está a punto de vivir. La segunda, en guardia para contarle todo tipo de malas noticias. Desde la amiga que tuvo un parto tremendo y eterno, hasta la prima que sufrió una depresión de la que todavía no ha salido, pasando por una descripción detallada de varias historias para no dormir sobre cordones umbilicales y bebés que venían colocados de nalgas. Ver todas las temporadas de Anatomía de Grey y House no equivale a una licenciatura en Medicina, por mucho que algunos quieran. Los agoreros, cuanto más lejos, mejor.

Algo parecido sucede con los morbosos. Es saludable mantener las distancias con quienes no respetan el dolor ajeno y disfrutan destripando y escarbando en él. Truculentos que anhelan conocer, explicar y detallar todos y cada uno de los pormenores de los males. Son los que reducen drásticamente la velocidad en las autopistas para escudriñar simples colisiones. Son los que hicieron y publicaron la foto del momento en que mi abuelo reconocía el cuerpo de su hijo en la carretera tras un accidente, los que no pueden evitar sentir placer con los padecimientos de los demás, con los cuernos que Menganita le ha puesto a Fulanito, las enfermedades y desgracias de cualquier hijo de vecino o los que graban con saña a Angela Merkel para que el mundo entero conjeture sobre sus temblores. Todo vale, menos ponerse en la piel del otro. Las personas morbosas no suelen ser ni educadas, ni elegantes, ni interesantes. Los programas de televisión que alimentan el morbo, tampoco. Y, desgraciadamente, haberlos los hay. Demasiados. Y es que el respeto no es divertido y, por supuesto, no vende.

No quiero ver, una y otra vez, las caras desencajadas por el sufrimiento de los familiares de Blanca Fernández Ochoa. Y no las quiero ver porque me abruma inmiscuirme en esa intimidad. Porque no soy quien para ser testigo de las reacciones de quienes acaban de recibir la peor de las noticias y tratan de hacerse a la idea de que han perdido a una familiar querida. No quiero saber el estado del cuerpo de la deportista. Y no porque me dé grima, sino porque basta con ponerse en la piel de sus hijos o hermanos para comprender que hay detalles innecesarios. No quiero escuchar opiniones, ni conjeturas sobre determinados estados emocionales. Basta que sean emitidas en un medio de comunicación para que se conviertan en juicios que la audiencia acaba haciendo suyos. La falta de empatía, las maneras abruptas o la ignorancia llegan a normalizarse. Y, poco a poco, alimentamos a una bestia a quien solo le interesan las anécdotas, lo escabroso y el sufrimiento, aunque vistos desde la distancia. No vaya a ser que le salpique la sangre.

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