Todo se encamina al punto de partida, cuando la crisis era un rumor, un temor, una premonición. Entonces reinaba feliz el bipartidismo. La irrupción de la crisis mostró lo débil que es esa estructura política. Hoy el pueblo español sabe que también eran extraordinariamente débiles las fuerzas políticas alternativas a ella. El final de las negociaciones del PSOE y Podemos, concluidas en una amarga ruptura, identifica bien la aspiración del sistema político directivo del Estado. Se trata de hacernos perder toda esperanza de que haya algo más sólido que la apuesta por la restauración del bipartidismo. Es una amarga pedagogía que tenemos que asumir. Las últimas ofertas de Iglesias, el tono mendicante de las mismas, la inclinación a una autohumillación que contrasta con el curso altanero de las actuaciones que nos ha llevado hasta aquí, no solo no logrará cambiar el relato que vamos a cansarnos de escuchar («¡Podemos no aceptó cuatro ministerios!»), sino que nos inclinan a apreciar un indomable dualismo maníaco-depresivo en su comportamiento.

Sin embargo, debemos comprender la zigzagueante conducta de Sánchez. En estas mismas páginas señalé, hace meses, la importancia de su entrevista con Casado a inicios de verano. De ella Casado salió investido de la dignidad de hombre de Estado. Como dije entonces, la única conversación posible que imagino en esta entrevista es una división de trabajo que se está cumpliendo a rajatabla. «Tú te encargas de VOX y yo me encargo de Podemos», le diría Sánchez a Casado; «pero sobre todo los dos nos encargamos de Ciudadanos». Sánchez ha zigzagueado porque deseaba erosionar a la vez a Rivera y a Iglesias. Por supuesto, estas eran las bases para que el susanismo bajara la tensión contra él. Pero en todo caso, Sánchez leía bien el cambio del partido de Rivera respecto al acta fundacional. Alguien dijo, cuando Iglesias iba viento en popa, que se necesitaba un populista de derechas. Rivera entró a ese trapo, abandonando la centralidad del problema catalán. Eso abrió el hueco que Vox esperaba.

Ese cambio de función de C’s suponía que el problema catalán lo resolverán los tribunales, pero significó la apuesta por colocarse como partido estructural del sistema. Liberal en lo económico, pero también en lo cultural, podría restar votos tanto al PP como al PSOE. Ese rasgo impone la necesidad de erosionarlo todo lo posible como competidor interno. Lo que busca el PP es llevarse sus votantes liberales en lo económico, y lo que busca el PSOE es llevarse sus votantes liberales en los aspectos sociales y culturales. El abandono de algunos líderes de C’s tiene ese sentido.

Mientras tanto, en realidad, el mordisco más urgente a Ciudadanos se lo dio Vox, esa partenogénesis del PP, compitiendo con éxito en su españolismo. Basta pensar en lo que hubiera pasado en Andalucía si Vox no hubiera existido. Se habría producido el adelanto de C’s sobre el PP y la hegemonía de la derecha habría caído de su lado en las siguientes elecciones. Eso desarticulaba tanto las expectativas electorales del PP como del PSOE.

Eso es lo que hay que corregir sobre todo. Para lograrlo es necesario no perder los votantes de centro izquierda tradicionales y, para eso, se necesitaba el juego en zigzag con Podemos, del que solo debía resultar clara una cosa: su culpa por no formar gobierno. Todo este escenario de recomposición nos permite hacer un balance. Lo principal es que solo las fuerzas conservadoras del sistema saben lo que quieren. Por supuesto, mantener lo existente es más fácil que imaginar escenarios alternativos. En todo caso, la evidencia innegable es que Podemos no ha tenido energía intelectual para proponer un nuevo eje capaz de abrir los horizontes políticos. Su eficacia para eliminar de su alrededor a toda inteligencia que tuviera la voluntad de procurar una concepción del mundo nueva, integral y de largo plazo para las clases populares, ha sido indudable. Su mimesis de los partidos tradicionales, completa. Su dependencia de mentes entregadas al regate corto, radical.

Por mucho que no creamos sin más en la noción de hegemonía, al menos debemos asumir que el mundo vive un tiempo crítico que requiere bases civilizatorias nuevas. Podemos ni las ha ofrecido, ni las ha buscado, ni ha dejado buscarlas. Eso implica que las clases populares del país seguirán en posiciones muy subalternas, perdiendo atención por parte de las instancias directivas centrales. Cuando contemplamos con el corazón encogido las inundaciones de València, con ese Clariano desbordado en Ontinyent y en Ayelo; de Alicante, con el Segura convertido en un mar en Orihuela; los destrozos de Murcia, de Almería y de Albacete, sabemos lo que puede significar impulsar en el futuro políticas que aumenten la fragilidad vital de las clases populares. Todo lo que viene no hará sino intensificar su sufrimiento.

Podemos no ha sido la catarsis para una política novedosa. No nos ha ofrecido una visión orgánica de hacia dónde queremos que se dirija el futuro, una orientación que sea al mismo tiempo teórica y práctica. Como en su día dijo Gramsci, la imponente palabra hegemonía no encierra sino esta aspiración: «ser la expresión de las clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte del gobierno y que tienen interés en conocer todas las verdades, incluso las más molestas». La experiencia de Podemos en estos años ha sido positiva en la medida en que se ha cumplido esta exigencia. Nada se pierde, desde luego. El gobierno de Madrid, de Barcelona, de Cádiz y de otros sitios será un aprendizaje real para muchos actores. Pero la posibilidad de que se llegue a educar a los representantes de esas clases populares en el gobierno de España no ha tenido éxito, y eso quizá porque no ha habido interés en conocer todas las verdades desagradables sobre Podemos mismo, que comprometían esa posibilidad desde hacía tiempo.

Mientras tanto, y sabiendo que todo se juega en el largo plazo de los flujos culturales, las fuerzas conservadoras han identificado de forma perfecta a los simulacros de intelectuales que imponen el sentido común compartido por sus votantes, lo que permite el tráfico de votos tolerado entre ellos sin que nada se altere. Por supuesto, esto ha generalizado el lurianismo entre la intelectualidad española, jaleada por todo tipo de escritores a sueldo de los medios conservadores, que imponen como criterio de autoridad la notoriedad que ellos mismos producen. No debemos olvidar el «Cuaderno 28» de Gramsci, sobre este tipo de escritores, caracterizados por la ausencia sistemática de espíritu crítico, por la carencia de líneas rojas morales a la hora de defender posiciones con descaro, la falta de claridad en la comprensión de la función social de la actividad científica, la producción de pasiones desencadenadas y la indulgencia ética respecto de plegarse a recibir el apoyo de los poderosos. Aquí, la garantía de eco social pasa a ser sinónimo de lo verdadero.

Frente a este aluvión de indecencia capaz de poner el mundo al revés, desgraciadamente, las fuerzas que aspiraban a llevar los intereses populares a las mesas de decisión no han producido nada digno de mención. De la vieja pasión cívica por repensarlo todo, no queda sino un torbellino de amistades dispersas. Aquel sueño, que contenía la promesa de que las voces de millones de votantes populares serían escuchadas en sus necesidades materiales y espirituales, ya está soñado. Este hecho tiene la ventaja de que no se volverá a soñar de la misma manera. Esas voces populares no darán su confianza tan fácilmente a nadie que venga a pedírsela bajo la forma ya conocida. Al menos eso será una garantía de otra forma de ensayar. Porque de nuevo habrá que ensayar. Como de nuevo dijo Gramsci, jamás hay que contar «con la decepción imposible de las clases superiores», pero sobre todo habrá que evitar la decepción propia. Esa es ahora la tarea, una que bien podría llamarse reagrupamiento.