Todos hemos deseado sin fuerza y con ansiedad una salida para nuestra situación política. Ahora bien, nuestra esperanza solo ha tenido un fundamento: el derivado de conjeturas organizadas sobre las noticias que nos hacen llegar y que, por tanto, han sido pensadas para producir en el oyente o lector el efecto deseado por quien urde las estrategias de comunicación y de imagen. Al margen de esta situación, parece que cabría plantearse una pregunta: ¿Qué cargo hubiera compensado la reducción al silencio de un partido durante cuatro años de “fidelidad”? Tan pobre compensación, sea cual fuere el cargo, no puede ser suscrita por quien va a ser reducido al silencio, pues conlleva su ruina.

¿Qué otras consecuencias ha tenido este aplazamiento en la toma de decisiones? La prensa nos da cuenta de sectores significativos de la sociedad que han urgido la cristalización de una salida. Pero, al margen de estas urgencias, hay una consecuencia que es palpable, que la prensa recoge y que la opinión pública ha destacado: la inactividad de Las Cortes, la falta de control del Gobierno, la falta de trabajo en las comisiones. ¿Esto es deseable? ¿Esta presidencia en funciones ha aportado algo al reforzamiento de la Constitución y al fortalecimiento de las convicciones democráticas de los ciudadanos? Creo que no. ¿Este coste a qué cuenta debe cargarse? Los electores decidirán.

El ciudadano contempla al gobierno próximo y al lejano. Ambos han nutrido los distintos escalones del poder con sus fieles y han saciado las expectativas de sus militantes. Ninguna solución apunta en nuestros horizontes; todo sigue pendiente. Si nos centramos en las Cortes autonómicas parece no existir problema ni necesidad de debate; el punto del dislate ya lo marcó el Conseller de Educación al declarar “Con el PP nos iba mejor”.

Solo algo se ha destacado y mantenido por sí mismo mientras los negociadores han ido y venido: el hecho de que nuestro Presidente en funciones ha demostrado hasta la saciedad que no sabe hacer valer las razones del otro y que, en consecuencia, se encuentra solo con sus razones. El riesgo de arruinar la propia posición, mantenida con las más diversas estrategias, es grande. Y, por supuesto, no vale considerar que es el otro quien colapsa o bien que la Constitución debería arbitrar otras medidas. La Constitución ha apostado por los hombres que saben hacer valer las razones del otro y por la búsqueda del acuerdo parlamentario; también ha dado significativos poderes al Presidente del Gobierno para cesar al ministro que no respete los acuerdos de un Gobierno. A lo que nunca se debe temer es al recurso a las elecciones. También ellas pueden ser necesarias para ilustrar a los gobernantes que han llegado a cegarse ante el brillo de sus propias razones.