La primera vez tendría unos cinco años. Cuidaba de mí mi vecina, que tendría algunos más. Jugábamos al escondite en los apartamentos, vacíos en invierno, que cuidaban sus padres. Estaba ella con la cara contra la pared, contando, cuando su hermano, ya un adolescente, me susurró que él me escondía. Me llevó de la mano hasta los baños de una planta más arriba y echó el cerrojo. Me colocó abierta en el suelo y me quitó la ropa interior. Me sujetaba mientras se tocaba frente a mí. Yo miraba la puerta esperando que me encontraran ya. Me dijo que no podía contarle nada nunca a nadie o mis padres me pegarían y a su hermana también. Sin embargo, desobedecí. En cuanto abrió aquella puerta corrí a mi casa a decírselo a mi madre en la cocina. Me respondió que me lavara las manos, que casi estaba la cena. Hemos llorado las dos, años después, porque por supuesto ella no recuerda nada de aquello y yo, os juro que jamás se lo he tenido en cuenta, y en lugar de eso he pensado cuántas veces oímos a nuestros hijos sin escucharlos. No volví a jugar a casa de la vecina. Su madre vino a preguntar si su hija me había hecho algo y, por supuesto, dije que no. Pero ya no dije nada más. Mi madre lo zanjó con una aspirina convencida de que algo estaba incubando.

Pocos años después, un grupo de malvados del colegio cumplió su amenaza de que un día, a la salida de clase me quitarían las bragas. Les vi esperarme como buitres y corrí, corrí cuanto pude en mi bicicleta. Pero me alcanzaron. Uno de ellos era mi hermano. Serían como seis. Algunos trataban de sujetarme pataleando y llorando a gritos bajo un árbol mientras otros me desnudaron. Uno dijo: «Bah, ni siquiera tiene pelos». Y se fueron, dejándome temblando, sin saber vestirme de nuevo. Fue la primera vez que mi padre utilizó aquel cinturón para algo más que sujetarse sus pantalones de raya.

Con doce años, el corazón se me iba detrás de un muchachito que tenía un chalé en el que veraneaba con su familia rica. Eran otros tiempos, así que me enviaba postales de inviernos en París y en verano me dejaba ocultas notitas que reunían el valor para decirme lo que no me decía en persona: «Me gustas», «Eres muy guapa». También dejaba pistas de dónde estaría, siempre con la pandilla, por ejemplo, el sábado. Uno de aquellos sábados me dio un beso en los labios mientras se ponía el sol y yo pensé que moriría de amor. Exactamente la mañana siguiente iba en mi bicicleta cuando el sonido de un claxon me indicó que parara. Era su padre. Bajó del todoterreno, dejando la puerta abierta y hay que ver lo que he crecido, y hay que ver qué mujercita y yo no cabía en mí de felicidad. Ese hombre algún día sería mi suegro y era ¡tan encantador! Que cuando se me tiró encima y me metió aquella lengua enorme en la garganta, me ahogué por muchos motivos y le empujé con una fuerza que no sabía que tenía. Sonreía con la malicia de un villano cuando nos cruzamos en las fiestas, él con su mujer y sus hijos y yo, ante la mirada atónita de mi amado, eché a correr. Y nunca dejé de escapar de él. Sus notas se pudrieron sin que las fuera a leer y cuando escuchaba una piedrita en mi ventana, apagaba la luz.

Anoche hablaba con unos amigos del tremendo aumento de denuncias por violencia sexual contra niños y de las campañas para tratar de detectar los casos en los colegios. Mi amiga, que trabaja en el sector, decía que es tan difícil que, sobre todo al principio, se desmoralizaba. Hasta que empezó a pensar que, si de cien casos, había logrado ayudar, quizá a 3, 4, 5, su trabajo valía la pena. Tiene mucha razón.

Y decidí que este artículo, escrito tiempo atrás, pero para el que me habían faltado fuerzas, quizá quería ver la luz. Quizá, esa misma regla del 3, 4, 5, también sirva en este caso. Porque, en realidad, no, no han caído sobre mí todos los males del planeta. Cada vez que surge un profundo brote de confianza con algún amigo, pero sobre todo amigas, descubres cuántas, directa o indirectamente, cargan algún episodio que las devora por dentro. He conocido a quienes no se lo han contado a sus parejas sin darse cuenta de que el motivo terrible de ese silencio es que, al final, solo te sientes segura del todo entre mujeres. He conocido a quienes enterraron bajo la alfombra los nombres de los monstruos para que no se enteren los vecinos que las manos que las ahogaron fueron las que debían quererlas, fueron las manos que las debían cuidar. He conocido a quienes sí lo dijeron y los varones de la familia no las creyeron e incluso, a quien solo obtuvo por respuesta un calla, ya está muerto, ¿qué más quieres?

Y entre callas y silencios sucede que te despierta una pesadilla, y se te abre la boca y no sale nada ¡nada! El vacío ocupa el espacio que debía llenar un grito. Y ¿qué queréis que os diga? Eso me da aún más miedo: las palabras que no grito, las palabras que no escribo.