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Gestos comunes

Veo la imagen del jugador de baloncesto Pau Gasol y del chef de El Celler de Can Roca Joan Roca, durante una charla organizada por La Vanguardia y titulada: «De personas a ídolos, ¿a qué sabe el éxito?». De la foto, lo que más me llama la atención, además de la altura de Gasol, es la postura de los pies de uno de los mejores cocineros del mundo. El tobillo derecho doblado hacia afuera y el pie izquierdo encima. Un gesto de lo más común. De repente, al gran cocinero, a esa especie de dios de los fogones se le añade una dosis de mundanidad y se convierte en una persona de carne y hueso que, como todos, a veces no sabe cómo ni dónde colocar sus extremidades. Es el poder del gesto.

Sentí algo parecido a la ternura al ver bailando a Marc Gasol el día que celebraba que España es la campeona mundial de baloncesto. Un hombretón estupendo y comprometido socialmente moviendo los brazos como cualquiera de nosotros haría, o incluso un pelín peor. El chico más guapo de mi clase resolvía problemas matemáticos sacando la lengua. Era su mecanismo de concentración. Mientras él calculaba ecuaciones, yo pensaba que si ese adonis era capaz de tener un tic tan común, quizás acabaría fijándose en mí. Pero no. No tuve el privilegio. Hay expresiones, formas de moverse o reacciones que colocan a seres todopoderosos a un nivel tan cercano que casi podemos tocarlos. Aunque, si la cuestión es igualar, nada equipara más que las emociones. Son universales. Todos, o casi todos, nos reconocemos en ellas.

No entiendo un fuera de juego y no me fijo dónde está la línea desde la que debe lanzarse un tiro libre. Me cuesta recordar el número de jugadores que hay en un equipo de fútbol, la manera como contabilizan los minutos en el baloncesto es el mejor ejemplo de que el tiempo es relativo y si de tenis se trata, jamás atino a la hora de sentenciar que tal o cual jugador ha perdido el punto. Y, sin embargo, comparto el orgullo y la felicidad por las victorias históricas de los deportistas españoles. Es facilísimo comprender la añoranza de Ricky Rubio a su madre el día en que se convierte en campeón mundial. Todos tenemos a quien añorar, todos querríamos compartir alegrías con alguien que ya no está. Rafa Nadal llora en el US Open tras ver un resumen de sus victorias, o diserta sobre la importancia de que la ambición no le impida ser feliz y caes en la cuenta de que a todos, seamos más o menos portentos, nos importan y afectan las mismas cosas. Y la mayoría tiene que ver con las emociones. Con la satisfacción del reconocimiento, el amor de los que nos importan o, por supuesto, el enfado o la decepción. Porque no todo van a ser parabienes.

Ojalá nuestra clase política fuera tan exitosa como nuestros deportistas. Muchos compartimos el desencanto por unas personas que si estuvieran en cualquier empresa privada, habrían sido puestos de patitas en la calle. Por incompetentes e improductivos. Para salvar la situación era necesaria inteligencia, pero también gestos. De generosidad, coherencia, humildad y responsabilidad. Propongo que protagonicen una charla titulada: «De los retos a la gran bluf. ¿A qué sabe la ineptitud?».

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