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Podrían ser amigos de mi hija

Podrían ser amigos de mi hija. O de tus hijos. Chavales de 16, 18, 20 años con un montón de sueños en la cabeza y la seguridad de que todo les va a salir bien, porque así es y debe ser la juventud, ese tiempo en el que te crees invencible y que puedes hacer lo que te propongas.

Tienen una madre, un padre, hermanos, tíos, primos, amigos que ahora mismo se estarán preguntando angustiados dónde están, si se encontrarán bien de salud, si sus cuerpos estarán flotando en el mar o las olas les habrán abandonado en una playa.

Uno de estos chicos valientes muestra a la cámara el pulgar hacia arriba, como signo de victoria, o de lo he conseguido, como se fotografían con sus móviles en todo el planeta millones de adolescentes ansiosos de vida y de comerse el mundo.

En su rostro hay inocencia y ese gesto de optimismo de los jóvenes que no tienen miedo, aunque deberían tenerlo. Porque lo que les espera es descorazonador, tristísimo. Qué pena recibir a estos osados chavales con policías, esposas, calabozos y una expulsión segura al país del que han logrado escapar poniendo en riesgo su vida.

Los adultos que vemos en las fotos, llegados en pateras, podríamos ser nosotros. De hecho, los antepasados de muchos isleños fueron como ellos, pero hicieron el viaje al revés: huyeron en barca de las islas para llegar a las mismas playas de las que ahora parten estas personas, cargadas como ellos de sueños y esperanza.

Hay que recordarlo. Tantas veces como sea preciso.

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