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Cuando el arte se vuelve política

No es la primera vez que ocurre. Casi todos los regímenes totalitarios que hemos conocido de cerca han utilizado el arte para hacer política, sesgada y tiránica pero política al fin y al cabo. Los amigos de las explicaciones marxistas de la historia, los que siguiendo al ensayista Arnold Hauser han creído mayormente en la sociología del arte, estos nos dirán, incluso, que todo arte es política. Demasiado sencillo.

No obstante, y dado que la teoría del arte a día de hoy es una de las disciplinas más complejas y abstrusas que se conocen, no mucho más sencilla de comprender que la física cuántica, tampoco conviene avanzar demasiado hacia el vértigo que produce la creación estética contemporánea. Lo habitual es entender bien poco, apenas cuatro lugares comunes, y no debemos acomplejarnos.

Basta con que recordemos el mal gusto de los nazis alemanes para quienes el arte abstracto era degenerado, o la tendencia franquista al casticismo folklórico, por no hablar de las feroces críticas y purgas que el stalinismo propició entre los artistas formalistas. Pese a estos ejemplos, no resulta inteligente asimilar el arte de vanguardia únicamente a las democracias liberales, pues también existen ejemplos de apoyo a los artistas más experimentales por parte de fascistas recalcitrantes o de comunistas revolucionarios.

La cuestión radicó a partir de la postmodernidad de los años 70 y 80 en saber qué papel se le reservaba al arte en la sociedad occidental, dado que esta parecía haber alcanzado un principio de satisfacción general basado en el bienestar y la política democrática. El muro que marcaba el Telón de Acero caía, la mayoría de países organizaban un parlamento más o menos plural como su escenario político y la historia, suponía Francis Fukuyama, había llegado a su fin.

Por su parte, los teóricos del arte, exploradores del pensamiento social y del análisis de la cultura, contribuyeron lo suyo al fin de las utopías que comportaba el advenimiento de la postmodernidad, basada esta última en el pensamiento licuado y débil. Se postuló para entonces la muerte de la pintura, la más burguesa de las artes al parecer.

Lo paradójico es que, casi al mismo tiempo, el desarrollo económico vertiginoso que sobrevino con el thatcherismo y las socialdemocracias amantes del mercado abierto nos deparó la creación de un museo de arte contemporáneo casi en cada esquina y, al unísono, los grandes museos se ampliaban de la mano de arquitectos estrella. Los precios de la pintura se dispararon, las subastas reverdecieron y los bancos patrocinaban exposiciones como churros. Oleadas ingentes de turistas consumían en esos nuevos templos culturales. El arte vivía su particular burbuja.

Nada de aquello es ahora igual. Regresaron las crisis económicas y políticas tras el estallido de las burbujas y, como consecuencia, el mundo ha vuelto a ser inestable. Al menos nos lo parece a tenor de lo que corean los telediarios. A un servidor le da que vivimos mejor y que la tecnología nos está ayudando a ser más cómodos y más multiactivos, pero las noticias anuncian una cierta psicosis del malestar. Las profecías se recrean en visiones catastrofistas y se proclaman estados de emergencia mientras la confianza en los políticos se ha esfumado.

Y no es casualidad que desde hace unas décadas el arte se haya politizado. A la penúltima idea de que arte es todo aquello que se califica como tal -según Arthur Danto-, ha seguido el arte comprometido, primero como fuente documental de las opresiones y, acto seguido, como vehículo de agitación de feminismos, liberación sexual y homosexual hasta culminar con la defensa del ecologismo junto a la crítica del progreso y las desigualdades. Menú completo. Los únicos que no se han enterado son los partidos políticos, particularmente los nuevos, cuyas estéticas resultan antiguas y convencionales. Otro gallo le cantaría a Pablo Iglesias, por ejemplo, si en vez de entonar La Estaca supiera quién es la performer Marina Abramovic.

Resulta ya tan evidente que el arte lleva años en vanguardia de la política que, en la reunión anual del ICOM (el consejo internacional de museos), se ha propuesto avanzar en una nueva definición de lo que es un museo. Dice así: «Los museos son espacios democratizadores, inclusivos y polifónicos para el diálogo crítico sobre los pasados y los futuros. Reconociendo y abordando los conflictos y desafíos del presente, custodian artefactos y especímenes para la sociedad, salvaguardan memorias diversas para las generaciones futuras, y garantizan la igualdad de derechos y la igualdad de acceso al patrimonio para todos los pueblos». Más ideología política, imposible.

Lean, además, las declaraciones recientísimas de Francesca Thyssen, la hijísima del barón, una gran coleccionista de arte actual, comisaria y comprometida con el activismo desde su tierna juventud díscola en el Saint Martins de Oxford. Francesca dice que coleccionar no es una inversión ni un capricho, «es un compromiso», e insiste en que el museo debe ser «un lugar de encuentro» [€] «Se tiene que acabar eso de pagar una entrada, ver y salir por la tienda con un libro o unos calcetines».

No extrañe, pues, que nuestros museos públicos estén en esa onda y que los artistas aspiren a convertirse en entes subvencionables o en profesores funcionarizados. Apenas un centenar de creadores viven de su trabajo artístico en nuestro país. El resto, y cada vez hay más a tenor de cómo están las facultades de bellas artes, o dan clases o reclaman ayudas a la administración. Lo dejó claro Ernst Gombrich: no hay arte, solo artistas.

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