Antropoceno es un término que se puso de moda con facilidad. La categoría alternativa de Capitaloceno, de Janson W. Moore, apenas ha trascendido. Sin embargo, buena parte de las pancartas que amenizaban la manifestación del viernes en València, deseaban fijar la intuición de que eso que comenzamos a padecer no es obra del ser humano. Es obra del ser humano bajo el régimen del capitalismo. La base filosófica de la categoría de Antropoceno implica que los cambios climáticos vienen preparándose desde que la acción humana inició la revolución agraria del neolítico. Así se sugiere que las transformaciones medioambientales resultarían esenciales a nuestra presencia en la Tierra e inevitables, dadas las condiciones de nuestra especie nómada, invasiva, desarraigada, carente de ethos animal.

Estas miradas suelen extraer una consecuencia liberal. El capitalismo no sería sino la última manifestación de la naturaleza humana. En esta misma medida sería tan necesario como las perturbaciones que genera. No habría opción. El desajuste medioambiental sería sustantivo a la historia humana, el motor de su evolución desde que dejamos la sabana. El ser humano emergió porque no disponía de un hábitat propio, y este desarreglo no cesa de reproducirse en la historia alterando el medio hostil a su conveniencia. El capitalismo sería la consecuencia última de esta naturaleza humana. Así, los que defienden esta posición podrían usar con indiferencia antropoceno o capitaloceno. Con ambas expresiones se diría lo mismo. La única diferencia real sería el grado de aceleración de las transformaciones ambientales. En el neolítico se disponía de un arsenal técnico muy reducido y la desforestación avanzó muy lentamente. La acumulación actual de mediaciones técnicas implicaría transformaciones medioambientales aceleradas. Nada cualitativamente nuevo. El proceso que se inicia ahora en el Amazonas se habría iniciado en Mesopotamia hace ya casi diez mil años. Pero la intensificación de la extracción de recursos de la tierra sería la misma. Lo nuevo es su progresión exponencial.

Por supuesto, los manifestantes del viernes no tienen por qué saber nada de estos debates, que ya tienen unos años desde que Gordon Childe propusiera sus primeras hipótesis sobre la manera en que los cambios climáticos afectaron a la emergencia del Neolítico. Lo que rodaba por las pancartas era una sensación de emergencia, de angustia, de última llamada de atención antes de la noche que -aquí Weber se equivocó- no será precisamente polar. Desde luego, no se vieron rostros desencajados, como el de Greta Thunberg en la ONU, traspasados por la rabia. En realidad fue una manifestación contradictoria. Septiembre es el más bello mes sobre las tierras valencianas y la ciudad atardecía espléndida. La brisa fresca soplaba entre los árboles del jardín del Turia y todos caminábamos en la gloria, sin coches ni sirenas, animando el paso con los ritmos de los timbales y los redobles de la banda de Greenpeace. Los presentes disfrutaban todavía de un ambiente adecuado para la vida. Vivir en València no es un acto enojoso. Al contrario. Era imposible no pensar que esa dulce brisa de levante estaba allí dedicada a todos nosotros, precisamente a nosotros.

Esa es la verdad. Las caras más decididas protestaban por un paraíso que no quieren perder, porque comienzan a pensar que nadie sabe lo que durará. Las tierras que han sufrido las inundaciones no pueden decir lo mismo. Las plagas de mosquitos hacen regresar la memoria de aquellos tiempos en que el paludismo era normal en los marjales y marismas, albuferas y lagunas. Ahora dicen que puede ser el dengue. No lo sabemos. Lo que parece evidente es que las consecuencias de las perturbaciones climáticas no afectarán a todos por igual. Los técnicos de seguros ya avisan: los que no tengan dinero para contratarlos no podrán hacer frente a las consecuencias del cambio climático. Todos los reportajes lo muestran. Quienes viven en el límite, y esto significa casi todas las clases populares, no pueden ni soñar con hacer frente a gastos imprevistos. Carecer de un seguro puede significar un radical desclasamiento.

Así que, aún aceptando que no fuera cierto que todo esto lo produce el capitalismo, lo que sí es seguro es que este determinará que los más desfavorecidos no aguanten la intensificación de los riesgos que las alteraciones climáticas producen. Algunos podrán empezar su vida en otros lugares. Otros no. Pero nadie estará al margen. La forma en que observamos el camino errático de la última gota fría, avanzando y retrocediendo como un cohete borracho, es un emblema de la forma de comportarse de los elementos. Nunca se había visto que la misma perturbación afectara a València, a Murcia y a Arganda, en el ombligo de la meseta. Los que gustan del mito, ya hablan de una Tierra ciegamente vengativa. No son cualquiera. Bruno Latour ya lo hace. Lo más terrible de este azar es que juega como una siniestra lotería. Si te coge, ya no te entran ganas de manifestarte al ritmo de samba. Es demasiado tarde. De forma extraña, aunque lógica, no vi una pancarta en solidaridad con las recientes víctimas de las inundaciones.

El cambio medioambiental puede deberse al capitalismo, pero no significará su final. Al contrario. Producirá una nueva investigación, una nueva industria, nuevas técnicas, nuevas formas de seguridad, de construir y de edificar. En todo caso, con seguridad generará una situación que caracteriza la historia del capitalismo, la emergencia de fuertes contradicciones en su seno. Se habla del capitalismo como si fuera una corporación unitaria y coherente de camaradas organizados. No es así. Lo que sabemos de su historia es que diversos avances tornan despiadada la competencia. El capitalismo no lucha contra el socialismo. Lucha contra sí mismo. Cuando los defensores de las formas más retrógadas y arcaicas de capitalismo se ven en peligro, pugnan con todos los medios por hacerse con el mayor poder público posible para inducirle a que tomen políticas protectoras. Los Krugs y los Thyssen representaban el gran capitalismo del hierro y del acero cuando ya se estaba en la fase del capitalismo de bienes de consumo. Ellos fueron los primeros en asegurarse la protección del poder nazi, desplegando el mayor rearme que se recuerda. Otras ramas del capitalismo, que se orientaban hacia la industria química y eléctrica, perdieron sus líneas de desarrollo. Defender aquel capitalismo más arcaico hizo necesario el militarismo nazi.

Tener buenas entradas, pero sobre todo disponer de buenas salidas, era la clave de la vida, decía nuestro Gracián. Ese es el problema. El capitalismo de los combustibles fósiles tampoco tendrá buenas salidas. Hará todo lo posible para controlar todo el poder público necesario, que le permita continuar con unas líneas de negocio que sólo subsisten porque a determinados grupos de seres humanos les rinde beneficios. Y no solo eso: como hemos visto en los últimos treinta años, impondrá la geoestrategia mundial para hacerse con los grandes yacimientos de combustibles fósiles. De nuevo, el militarismo. Sin embargo, esa dependencia se mantiene ya sin razón de ser, sin ninguna necesidad técnica. Sólo un poder público cómplice preserva esas condiciones productivas sine die, con independencia de las consecuencias. Las salidas evolutivas del capitalismo siempre son despiadadas. No se puede decir, como asegura Moore, que la única forma de hacer frente a este asunto sea introducir las condiciones de producción y de consumo socialistas. En realidad, no sabemos lo que eso significa y no parece que los que se manifestaron el viernes demanden justamente eso. Pero el mínimo rigor reclama que los poderes públicos reconsideren las políticas productivas y que, para proteger a la ciudadanía, apoyen por todos los medios posibles técnicas limpias. Eso no traerá el socialismo, pero desde luego impondrá la consideración general de que el beneficio no sea la última ratio de la vida y de las acciones públicas. Fue una lástima que en la manifestación del viernes nadie lo dijera al final, como una mínima exigencia ciudadana.