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El Unamuno de Amenábar

Miguel de Unamuno, bilbaíno, autor de novelas como La tía Tula o Niebla, poeta, dramaturgo, ensayista y filósofo, uno de los grandes personajes de la cultura española en el tránsito del siglo XIX al XX, y tal vez por eso lúcido analista de la crisis finisecular que sacudió la civilización con la llegada de la modernidad. Unamuno abrazó todas las causas y no permaneció en ninguna. Intuyó la ambivalencia de las ideas pero no alcanzó a darle cuerpo teórico, lo que le hubiera valido un puesto cumbre en la historia del pensamiento occidental junto a su admirado Kierkegaard. No obstante, pudo llegar a ser Nobel de literatura y terminó metido en el lodazal ideológico de la guerra civil española.

Los españoles nunca entendieron a Unamuno, al menos en su tiempo. Ahora ya es más comprensible pese a la pervivencia del maniqueísmo político en nuestro país, tan hispano y axiomático. Fue un radical de la duda, un extremista de la razón antes de que el mundo estaba cerca de descubrir la relatividad. Acabó mal con todos: vascos, socialistas, cristianos, ateos, falangistas€ Mucho más sistemático, su colega de tercera vía, Ortega y Gasset, sería de los pocos que le redimió: pese a su mal carácter y espíritu furibundo fue siempre un hombre gobernado por la inteligencia, dijo de él.

Precisamente ha sido un joven realizador de origen vascochileno, Alejandro Amenábar, quien se ha interesado por este intelectual volcánico, 83 años después de su muerte en la Navidad del fatídico 1936. Amenábar había demostrado hasta la fecha unas extraordinarias dotes para el lenguaje cinematográfico, con su película Abre los ojos como punto culminante de ese dominio de los bucles del tiempo. Pero más allá de tales alardes cinematográficos, nuestro joven prodigio del cine español no parecía que tuviera nada profundo que contarnos. Cuando lo intentó, por ejemplo con la historia de Hipatia de Alejandría, resultó pretencioso.

Puede que aquel resbalón con la filosofa antigua sumado a lo cercana y espinosa que todavía sigue resultando nuestra guerra civil, haya obrado el efecto de serenar la mirada de Amenábar, a quien, por lo que parece, le ha interesado el pensamiento equidistante de Unamuno. Lo cual, expresado desde lo más profundo del sentimiento trágico que ha ocupado a España en las últimas centurias, resulta reconfortante. La película de Amenábar dedicada al autor de La agonía del cristianismo es uno de los mejores ejercicios de dignificación que se han producido en este país desde los tiempos de la transición, una lección de entendimiento sobre la magnitud del desvarío político que aconteció en suelo español, no tan alejado, sin embargo, de las atrocidades que acabarían llevando al resto de países europeos al infierno de la guerra.

Y dado que el cine español ha devenido históricamente en hagiográfico y partidista, incluido el más reciente, que sea un joven cineasta, un progresista convencido, el que busque a través de Unamuno una mirada comprensiva, y a veces conciliadora, de la guerra civil resulta un ejercicio de honestidad. Puestos a ponerle peros a la película, los expertos, los historiadores del detalle encontrarán inexactitudes y ausencias -las de los seis hijos varones del pensador, resultan las más obvias-, pero cabe decir, también, que esas licencias están al servicio de un guión ágil que busca, a través de los sucesos que se narran, llevar a la interpretación cabal del espectador sobre los disparates de la época, de los «hunos y de los hotros».

No hay épica en el personaje dibujado en torno al escritor vasco, sino humanidad. El actor Karra Elejalde, tan desbordante en otras ocasiones, nos presenta un intelectual más afinado de lo que a veces nos han transmitido las biografías. Y lo mismo, Eduard Fernández, quien da vida a Millán Astray, el gran propagandista del golpe militar y valedor de Franco, un personaje tremendo y tremendista que como tal se nos presenta, el primer general español en considerar a los medios de comunicación como la piedra angular de la política del siglo XX. Su escena a bordo de un Packard descapotable arengando a sus legionarios, golpeando la portezuela para acompasarse al entonar el himno Soy el novio de la muerte resulta memorable.

Y lo mismo cabe decir del tercer personaje en discordia en esta película, Mientras dure la guerra, que no es otro que Francisco Franco, Franquito como le llama el general masón y primer presidente de la junta militar de los sublevados, Miguel Cabanellas. Al futuro dictador no se le presenta como tal dado que aún no había ejercido en ese puesto, sino como a un astuto conspirador, ayudado por el buen hacer de su hermano Nicolás y el decidido apoyo en clave africanista de Astray para acabar siendo nombrado generalísimo, primero de modo provisional y sin competencias «mientras dure» la contienda y, no mucho después, con plenos poderes y sin plazos. No es un despiadado fascista por más que le hable con sorna muy cruel al propio Unamuno, sino sagaz y tacticista como se rebela en otra potente secuencia en la que, de nuevo, un canto coral de la Marcha Real sirve de telón de fondo a la recuperación de la bandera rojigualda por parte de Franco, cuya esposa, Carmen Polo, bien pronto asumió la necesidad de recuperar el tono cortesano que el nuevo régimen iba a necesitar.

Y aunque la coreen negativamente los nostálgicos del más descerebrado franquismo, la película de Amenábar no se ceba con los protagonistas principales del alzamiento. Es justa y equilibrada, como lo es con Unamuno y hasta con los desmanes de los revolucionarios prorepublicanos. Lo que sí resulta palmario es el mensaje amenabariano, un relato a favor del conocimiento y no de la acción, en pro de la discusión entre hermanos, maduros para soportarse unos a otros, sin haches ni pistolas, como ocurre entre el Unamuno que hace tiempo que ha roto con Manuel Azaña y su compañero de tertulia, el catedrático Salvador Vila. Un Unamuno que unos años antes se ganó el confinamiento en Fuerteventura tras publicar tres artículos contra Alfonso XIII en esta misma cabecera, El Mercantil Valenciano.

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