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Cuartas elecciones

Se acercan de nuevo elecciones, las cuartas en cuatro años si no me equivoco. Quizás haya sido algo previsto desde el principio, cuando Sánchez comprobó que la rigidez de Cs lo abocaba a un gobierno Frankenstein condenado al fracaso o quizás, sencillamente -como ha sucedido tantas otras veces a lo largo de la historia-, hayan sido las circunstancias, una tras otra, las que han imposibilitado un acuerdo. Hay que decir, en todo caso, que el relato político de estos últimos meses ha sido demasiado extraño. Es cierto que las palabras se las lleva el viento y que la memoria flaquea cuando afecta a nuestros intereses, de modo que la frivolidad parece jugar en campo favorable si no se cuenta con el contrapeso de la responsabilidad. Se acerca un otoño complicado, que tiene en la sentencia del Supremo uno de sus principales epicentros, aunque no el único, ya que el calendario marca también en rojo otras citas ineludibles, como la difícil salida de la UE por parte del Reino Unido. Sin gobierno nos movemos en una relativa anomia: un campo propicio para la improvisación y el salto de mata. Pero a falta de estructura, remate y profundidad, el juego de regate corto se agota en sí mismo. Las sorpresas continuas ofrecen titulares y llenan las páginas de los periódicos; son el cava burbujeante que acompaña la nada conceptual. La falta de gobierno ejemplifica este vacío que se pretende llenar con gases etéreos, a la espera de que alguno de ellos cristalice en el poder. Seguimos a la espera.

Sánchez llegó a la Moncloa prometiendo lo que aún no ha cumplido: prestigiar de nuevo la política. Los partidos emergentes -Cs y Podemos- surgieron con el mismo objetivo sin que todavía se hayan notado en exceso sus efectos benéficos. Los cálculos que ha hecho el presidente sugieren dos hipótesis no necesariamente contradictorias: por un lado, el retorno a un bipartidismo matizado que se traduciría en unos mejores resultados para el PSOE y para el PP a costa de Unidas Podemos, Cs y Vox; por el otro, la esperanza de quebrar la resistencia del partido naranja al pacto gracias a la erosión que sufre la imagen de Albert Rivera. Son dos hipótesis que pueden cumplirse, pero no de forma ineludible. La izquierda tal vez sufra una desmovilización mayor de lo que se espera -ese fue el escenario andaluz en las pasadas autonómicas- o Unidas Podemos acaso resistan mejor de lo previsto el ninguneo de los socialistas. Nadie sabe muy bien qué efectos tendrá la sentencia del procés tanto en Cataluña -el independentismo más radical ha hablado ya de realizar un acto masivo de desobediencia- como en el resto del país. No sabemos tampoco si el PP de Casado será capaz de reagrupar el voto conservador o si el estallido de nuevos casos de corrupción seguirá socavando el camino de los populares y favoreciendo a las restantes alternativas de derechas. Ignoramos en definitiva cómo influirá el hartazgo que sienten tantos españoles con su clase política, sin mucha distinción ya de siglas o colores. Si hasta ahora el problema era la Transición, empieza a detectarse un fenómeno alternativo que responde a la nostalgia hacia esa etapa: hacia sus hombres, su cultura de pacto, su estabilidad.

Noviembre tal vez resuelva nuestros problemas, pero es un error exigirle a la ciudadanía la solución a una inestabilidad que corresponde a nuestros representantes resolver. No debería ser tan difícil.

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