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Maite Fernández

Mirando, para no preguntar

Maite Fernández

Entre los muros

No necesitamos más política low-cost. Los problemas a los que nos enfrentamos como colectivo son extraordinariamente complejos y no hay tiempo para peleas de patio de colegio. La crisis climática, la revolución tecnológica, el futuro de la educación, la transformación demográfica, la innovación en salud, el envejecimiento de la población, la desigualdad social-laboral-generacional, el grito de la España vacía/vaciada, los nacionalismos/patriotismos mal entendidos… No podemos afrontar estos y otros muchos retos desde una polarización radical y constante como la que estamos fomentando entre todos. Y eso que todavía no se ha iniciado la campaña electoral (tal vez porque nunca hemos dejado de estar en campaña).

Parece que nos hemos acostumbrado a declaraciones inflamadas, escenificaciones teatrales, insultos histéricos en las redes sociales… Afirmamos estar hartos de los políticos, pero hemos trasladado a nuestro comportamiento habitual esos tics radicales que emplean sus señorías en el atril y que amplifican en sus cuentas de twitter. «O conmigo o el caos», parece ser el mantra predominante en esta sociedad.

«El partidismo de la vida política permea la vida cotidiana y fomenta la discriminación por simpatías políticas». Es lo que asegura Hugo Viciana, investigador del IESA (Instituto de Estudios Sociales Avanzados) que defiende que los españoles preferimos no relacionarnos con quien no tiene nuestra misma ideología. El poder de las etiquetas, las que nos ponemos y ponemos a quienes nos rodean, es absoluto. Buscamos publicaciones que confirmen nuestros propios prejuicios y bloqueamos (ventajas de las RRSS) a quienes nos discuten.

Nos hemos instalado en la era del absolutismo moral. Hemos llegado a creer que en una discusión sólo una de las partes tiene razón. Equidistante se ha convertido en un insulto, en un sinónimo de blando, peor aún, de cobarde. Hay que tomar partido por uno de los bandos. En las redes encontramos ese espacio en el que maldecir al contrario, acusarle de traidor o de farsante y pagamos la factura de la ceremonia demoscópica de la crispación. De nuevo volvemos a las dos Españas olvidándonos de que incluso en las discusiones nos unen muchas más cosas de las que nos separan. Y así pasamos por alto que la aceptación de lo distinto, la seguridad de que no hay verdades absolutas, responde a un acto de voluntad sin el que, sencillamente, no es posible la democracia. Me-duele-España, decía Miguel Unamuno. (Por cierto, gracias Alejandro Amenábar por la película Mientras dure la guerra. Más allá de su valor cinematográfico o de su rigor histórico nos enfrenta a nuestras propias contradicciones como país) «Para convencer hay que persuadir», decía el rector de la Universidad de Salamanca. Y para persuadir hay que escuchar.

Levantamos muros en forma de prejuicios, de falsos estereotipos y de dolorosas discriminaciones. La era de la incomunicación en la que todo el mundo habla pero nadie escucha. ¿Vivimos encerrados tras nuestro propio muro sin preocuparnos por lo que habrá más allá? ¿Nos hemos convertido en seres insensibles ante los problemas ajenos? ¿Levantamos muros a nuestro alrededor para evitar que nada entre ni salga de nuestra vida acomodada? Son preguntas que ya hace 40 años sugería uno de los discos que más me han impactado: The Wall de la banda británica Pink Floyd. Un álbum perturbador en su momento y que visto ahora casi parece premonitorio. A medida que nos hacemos vulnerables, añadimos otro ladrillo a nuestro muro. Muros que unas veces nos sirven de refugio y otras se convierten en una auténtica prisión. Alguien -no recuerdo quién- dijo que The Wall es una llamada de auxilio para destruir los muros que nos separan. Pero parece que nos sentimos infinitamente satisfechos entre ellos. Entre los muros del patio del colegio.

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