En los últimos días, la sequía vuelve a acaparar las portadas de los principales medios españoles. La situación es muy preocupante en el interior y en el oeste de la Península Ibérica, donde prácticamente no ha llovido nada en los últimos meses. Los embalses están vacíos y comienzan las primeras restricciones en el suministro de agua. Desde luego, uno pensaría que la sequía es gravísima en todo el país, pero como me gusta llevar la contraria, me gustaría recordar que en este año se están batiendo algunos récords de precipitación en el sureste peninsular. Por ejemplo, el año hidrológico 2018/2019 ha acabado siendo húmedo en la mayor parte de la mitad oriental, mientras que en lo llevamos de 2019 se han batido récords de precipitación anual en algunas localidades de la provincia de Alicante (y eso que todavía queda año). Sin embargo, aquí hay trampa. En el sureste ha llovido mucho, efectivamente, pero las precipitaciones han estado concentradas en muy pocos días: básicamente Semana Santa, agosto y mediados de septiembre, asociadas a situaciones de aire frío en altura y viento de levante, por lo que en las cabeceras de los grandes ríos peninsulares ni se enteran. Además, estos aguaceros provocan una importante erosión en la superficie (ese es el verdadero problema, no los cuentos que nos venden sobre que el Sáhara lo vamos a tener aquí en 10 años). Gracias a una orografía tan compleja en España, es muy difícil que en todo el conjunto del país haya déficit o superávit de lluvias. Aunque pueda parecer algo negativo, gracias a eso tenemos una maravillosa sucesión de paisajes a lo largo y ancho de nuestras fronteras, por lo que nunca es conveniente generalizar en situaciones meteorológicas. Desgraciadamente, la situación que estamos viviendo este año parece que tenderá a volverse más frecuentes como consecuencia del cambio climático: los extremos pluviométricos tenderán a extremarse todavía más. Y si no se hace nada para adaptarse a esa realidad, lo pasaremos muy mal.