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A propósito de Diógenes

Diógenes de Sinope, también conocido como Diógenes el cínico o Diógenes el perro, vivió como un vagabundo entre Atenas y Corinto en la Grecia clásica. No hay constancia de ningún escrito, pero sus discípulos convirtieron su manera de vivir en un modelo. Contaron que vagaba por la ciudad con un farol encendido a pleno día, proclamando que buscaba a un hombre justo. O que proclamaba un estilo de vida basado en prescindir de lo accesorio, limitando sus necesidades al máximo, es decir, en ser autosuficiente. O que murió de una indigestión al comerse un pulpo vivo o, tal vez, conteniendo la respiración hasta fenecer. A saber.

Algo parecido debió de hacer "el hombre de avanzada edad" que apareció muerto hace unos días en un piso del barrio de Laviada en Gijón. Contener la respiración, metáfora de dejarse morir. La historia es bien sabida por repetida. Los vecinos advierten un fuerte olor. Llaman a la policía. Los agentes llaman a los bomberos. Estos derriban la puerta. Como pueden, acceden al funesto lugar. Se abren paso entre barricadas de enseres que tocan el techo; cachivaches inútiles atravesados en el pasillo; cadenas y candados que refuerzan el aislamiento; tablas que atrancan puertas y ventanas, como previniendo el acceso desde el exterior; y bolsas, cientos de bolsas que guardan objetos inútiles para asegurar la autosuficiencia. "El hombre de avanzada edad" yace plácido, descansado. Los policías no advierten síntomas de violencia; es un alivio. Llaman al médico para certificar la defunción. Tras una larga espera, el juez autoriza el levantamiento. Finalmente, el cadáver es trasladado a una nevera en el tanatorio de Cabueñes a la espera de que alguien lo reclame.

Los vecinos se han arremolinado en los alrededores. Aseguran que nadie lo diría: parecía una persona normal. Que era un hombre poco sociable, pero educado. Unos dicen que no tenía familia; otros que sí, pero que no mantenían relación. Que hay que ver esas familias que abandonan a los viejos a su suerte. Que padecía diabetes, que no debía de cuidarse. Que le vieron por última vez hace unas semanas, tal vez meses, que no salía mucho, Parecía desmejorado.

La familia no se había desentendido. Él se había desentendido de su familia. Cuando alguien no quiere, es imposible hacer nada

"El hombre de avanzada edad" ocupaba el piso de mi madre. Primero fue la casa de veraneo en Gijón y, luego, vivienda permanente tras la jubilación de mi padre. Allí viví los idealizados veranos de la juventud y disfruté de mi primera mesa de estudio, Mi hermano y yo se la teníamos alquilada al "hombre de avanzada edad". Serio, pagador, cumplidor con sus obligaciones de inquilino. Ni una queja en siete años.

Con el trascurrir de los días, alertados por la policía, apareció una pequeña parte de la familia. Se hicieron cargo. Reconocieron el cadáver, que por fin pudo tener destino, pasados doce días de la muerte. Algo sabían de sus manías, pero no se imaginaban que llegaran a tal extremo. Cuentan que el hombre había cambiado hasta su número de teléfono para que nadie le localizara. Había roto todos los lazos. Sus hermanas, su hija, su nieta ni siquiera sabían dónde vivía. No, la familia no se había desentendido. Él se había desentendido de su familia. Cuando alguien no quiere que le ayuden, es casi imposible hacer nada.

Mientras esto sucedía en Gijón, aquí, en Madrid, otro "hombre de avanzada edad" llamaba la atención del vecindario del parque de Juan de la Cosa, en Chamartín. Se había instalado en un banco frente a casa; igual que Diógenes se instaló en una tinaja. Tenía por vecinos a un grupo de rumanos zíngaros, que, siguiendo su cultura romaní, no tienen domicilio fijo. Hicieron buenas migas. El hombre no se movía de su nuevo hogar. Ni siquiera las infernales tormentas de septiembre le achantaron. El banco era su fortín.

No estaba abandonado; había decidido abandonarse. Su ex mujer le traía comida todos los días. Los vecinos le proporcionaban ropa y mantas. Le visitaban regularmente los servicios sociales, la policía municipal y la nacional. Intentaban convencerle de que aquel no era lugar para vivir. Se negó en redondo a moverse, como si hubiera hecho una promesa. Hasta que la pasada semana llegó una ambulancia del Samur. Los paramédicos le sacaron en camilla y nunca más se supo del "hombre de avanzada edad". Pasados dos días, la barrendera del parque retiró con mimo sus pertenencias. Ya no queda nada de él. ¿Le habrán incapacitado? ¿Estará enfermo? ¿Se habrá trasladado a otro sitio?

Se habla poco de la soledad y las afecciones que la acompañan. El síndrome de Diógenes no recibió ese nombre hasta 1975 y ha ido en aumento a medida que más personas mayores viven más tiempo y más solas. Apenas existen estadísticas; se cree que un 3 por ciento de los mayores de 65 padece el síndrome. Incluso hay quien sostiene que no se trata de una enfermedad, sino de un estilo de vida. Cuando menos es un estilo de vida claramente enfermizo que debería preocuparnos más.

Ya lo decía el doctor Kocina, pionero de la psiquiatría en su clínica de la calle Corrida, cuando le exponía mis males: "Joven, sabemos muy poco de las enfermedades del alma".

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