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El viaje interminable

A estas alturas de octubre, las «guardias de la tromboflebitis» marcaban la jornada porque en el 75, millennials, en cuanto se producía un acontemiento la gente se tiraba a los quioscos y el que depositaba la portada primero tenía las de ganar. Fueron semanas de insomnio con el teletipo farruco, las mesas repletas de barajas y, los cajones, de güisqui. Se vivía en un sinvivir pensando en formar parte del turno que daría la noticia. Víctima de la excitación caí con fiebre y, dado que esa madrugada no pisé la redacción, de buena mañana me despertó mi madre con voz firme: «Ha muerto Franco». Cuando se cortó la respiración, todo estaba por escribir. El tiempo que siguió fue de inquietud, agitación, planes soterrados y dolor, mucho dolor por tanta sangre derramada. Cantautores de los pueblos ibéricos se cogieron de la mano para entonar canciones de esperanza por las que salía el sol. A pesar de los sobresaltos y de un clima que los del «goma dos» y los nostálgicos recalcitrantes quisieron hacer saltar por los aires, la inmensa mayoría dio muestras de que no estaba dispuesta a plegarse a esa inflación de temor y dejó sentado el ansia por formar parte de un paisaje propio, compartido, multicolor.

En perfilarlo y completarlo nos hemos aplicado hasta que la sacudida de 2008 se llevó buena parte de derechos conquistados, con una porción nada desdeñable de patronos dando palmas con las orejas por quitar grasa de en medio, que no se ha repuesto. La verdadera involución trajo consigo la agitación de otras causas para tapar aquella y así hemos llegado al Supremo que sentenciará dónde ha quedado el Viatge a Ítaca iniciado en comandita. A esto se suma la exhumación y, al abad de Monserrat, el prior. Dado que mi madre sigue escuchando homilías, no descarto que dé la primicia porque por lo demás subyace, en medio del cristo, cierta de sensación de orfandad. No hay más que ver a Unamuno redivivo entre la oscuridad. De ser sus restos exhumados, quién duda de que el pensador volvería a dar tumbos.

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