No deseo escribir de Catalunya porque me duele Catalunya. Pero la ola arrastra. Y me animo a escribir para desagradar a muchos. No es mi vocación, pero es que en esta crisis la mayoría de los encelados sólo quieren que se les dé la razón. La razón tiesa, justa e ignorante del mástil. La razón de una memoria envenenada, que basa su crédito en probar quién empezó antes -inútilmente: llevamos siglos empezando-. La razón de los que valoran los argumentos al peso. La razón del mártir que se solaza en sentir dolor. Si creyera en algo parecido a los caracteres nacionales diría que, igualados los que se sientes catalanes y españoles, nunca hemos sido más españoles, o más catalanes. Tanto monta, monta tanto: católicos monarcas de nuestra desdicha tememos lo que queremos y deseamos lo que odiamos. Masivamente pedimos permiso para que nuestra cuota de ansiedad patriótica se incremente. Con esto dicho tengo suficiente para que unos me increpen por no defender Derechos Fundamentales. Bastante para que otros me llamen amigo de separatistas. Pero no me situaré en la equidistancia. Lo que reclamo es no tener que estar con unos o con otros. Pero tampoco en medio.

Y digo esto porque, al fin, todos alcanzaron un acuerdo y dijeron: llegar a los Tribunales es un fracaso, el fracaso de la política. Y ante la redondez de la frase, todos -periodistas, políticos, líderes sociales€- fueron felices. Bien está. Estoy dispuesto a firmar la conclusión si se me admite algún matiz y se me responde alguna pregunta. El matiz es que la Justicia nunca arregla ciertos asuntos: nunca devuelve la vida al asesinado o la paz a la violada. En este caso era evidente que la Justicia fracasaría en ese sentido reparador: porque para unos lo que no fuera la condena más grande imaginable sería traición a España y, para otros, la multa de un euro ya sería pura venganza e injusticia, pues no reconocen legitimidad a la Justicia española para juzgar a los suyos. La Justicia ha venido a recordar que el Estado de Derecho está ahí y que hay que contar con él, con su fuerza prescriptiva, punitiva y persuasiva. Todo lo demás es apreciación abstracta y no contribuye a avanzar en ningún sentido. Lo que no significa que me alegre de la condena, aunque no me parece jurídicamente descabellada: cuanto antes estén libres los penados mejor para todos. Y ese reconocimiento del Estado de Derecho debe llegar hasta la formulación consensuada de reformas legales y constitucionales. Cualquier atajo conduce al precipicio. Y en ese ámbito de diálogo es donde regresa la política.

De acuerdo, decía, ha fracasado la política. ¿Pero qué política? En realidad, lo que significa en el imaginario colectivo es: han fracasado los políticos. Y una vez que se les ha identificado como culpables, la sociedad puede descansar, poner banderas en los balcones, vilipendiar, participar en tertulias incendiarias o vete tú a saber qué. Y no seré yo quien diga que los políticos sucesivos se han lucido. No lo han hecho: han mirado más por el corto plazo, han llamado a la laminación o apelado a un diálogo que no se comprometía con un camino posible para el encuentro -una mesa redonda sin sillas ni mesa-. Pero esto nos retrotrae a un clásico de la ética pública: ¿son mejores los ciudadanos que los políticos? Los políticos tienen la obligación de ser mejores en algunos aspectos, por ejemplo, no inflamando los ánimos, haciendo de la política un arte de prudencia. Pero, aparte de eso, la tendencia es que sean más o menos iguales: mejores porque reciben un entrenamiento que les permite tener una visión global de los problemas; peores porque es fácil que le cojan más afición al cargo que a la política. Pero como la muestra es muy amplia hay de todo. Y se equilibran. La cuestión aquí es: ¿qué percepción tienen los políticos, los que hacen que triunfe o fracase la política, de los deseos de la ciudadanía? Hay un efecto muy curioso: las encuestas muestran que esa ciudadanía quiere diálogo, pero la ciudadanía enseñoreada de redes, asociada en grupos de presión o apasionada por determinados tertulianos, desea la destrucción del adversario. Y la política decide hacer caso de los que de los que agravian porque se sienten agraviados por casi todo, de los que conciben el espacio público como un laberinto de espejos en el que estrellarse contra uno mismo.

Puestas así las cosas no es que la política fracase: es que no puede evitar fracasar. Algunos independentistas aluden a un déficit democrático, pero pocas cosas más hirientes para la sensibilidad democrática puede haber que su actitud en las jornadas que precedieron al no-referéndum. Algunos nacionalistas españoles aluden a la debilidad democrática de los catalanistas porque vulneran la Constitución, olvidando la violación cotidiana de muchos artículos relevantes ante su culpable pasividad. El problema no es Catalunya. El problema es la democracia, que no puede favorecer el consenso en situaciones complejas porque precisa de urgentes reformas ante los embates de fenómenos culturales que transforman su esencia: la inmediatez del conocimiento de aquella parte de la realidad susceptible de convertirse en espectáculo, sin los filtros de la crítica, constituida en un discurso y su contrario; la sentimentalización galopante de lo político; la conversión de mecanismos democráticos tradicionales en meros simulacros, manipulados retóricamente; el narcisismo del selfie permanente que hace creer a algunos que el heroísmo es la respuesta, cuando vivimos en épocas postheroicas; los hiperliderazgos que conducen al silencio hasta que el alto mando decide hablar según lo que sea «conveniente»; la polarización inacabable, alimentada por el infinito flujo de mensajes en las redes, tan dadas a la ofensa como a la desinformación, y que hacen creer a muchos que «todos» piensan como ellos porque en las lista de amistades figura una mayoría de coincidentes ideológicos; el convencimiento de que la política es cosa de voluntarismo y que la complejidad no existe€ La lista podría seguir, pero la conclusión principal es que la sociedad, cada ciudadano y ciudadana, debe asumir parte de la responsabilidad: que se habitúe a una cierta moderación, que haga uso de las armas formidables de la duda y del silencio, que cortocircuite al vocinglero, que apague al que denigra, que guarde en cofres profundos las banderas y los himnos. Alguien pensará que soy ingenuo. Pero yo soy de Maquiavelo, de Hobbes, de Marx, de Gramsci, de Benjamin. La ingenuidad siempre es peligrosa: pero en este momento no es ingenuidad atarse al mástil y resistir a las sirenas.