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Política catalana a la deriva

No manda nadie. Solo resisten los Mossos, apoyados por la Policía Nacional, sin respaldo político alguno. Si el inefable Torra cesara a Buch, el consejero de Interior, seria el desplome. Poner a un activista impetuoso en la Generalitat, por el único mérito de ser fiel a su jefe Puigdemont, fue un fiasco. El President ya solo se preside a sí mismo; ni sus socios de Esquerra, ni sus propios consejeros, comparten nada con él. Cada noche, en Barcelona, ante la desolación general y una tristeza inmensa, arden contenedores, sillas y coches pero, sobre todo, se quema el prestigio de la ciudad y la confianza que genera la convivencia pacífica. El que puede no va: crecen las anulaciones turísticas y las reuniones de trabajo aplazadas. Y los que no se van, es porque no pueden, porque no devuelven el dinero, o no adelantan los pasajes. Es increíble como se destruye tanto capital económico, histórico y emocional ante la pasividad de los políticos.

Esta gravísima crisis ha coincidido con una campaña electoral en España. Cuando se amagó con la proclamación de la República catalana, Rajoy no estuvo solo al aplicar el artículo 155 de la Constitución. Pedro Sánchez, que lo apoyó por sentido de Estado, no ha sido correspondido. Pablo Casado pide aplicar la Ley de Seguridad Nacional; Albert Rivera el 155 y Santiago Abascal decretar el estado de excepción. Como remate, Pablo Iglesias resucita el referéndum de autodeterminación. Por suerte no está en el Gobierno, porque peor sería decir eso desde la vicepresidencia.

¿A qué espera Sánchez?, se machaca en los medios. ¿A que llegue el muerto soñado por algunos? Espera a que se consume la quiebra del gobierno de la Generalitat y a que Torra dimita, o convoque elecciones. Confía en que haya una reacción de la sociedad catalana, incluido el independentismo, que el viernes se manifestó pacíficamente en Barcelona -impresionante afluencia, organización y orden- pero no se indigna demasiado ante la destrucción, noche a noche, de la ciudad. Han comprado, con la tradicional ingenuidad, que estos desmanes son cosa de «infiltrados». Pues no. Actúan unos quinientos antisistema violentos, de toda Europa, que con total imprudencia se permitió asentar en Barcelona ya desde los tiempos del último gobierno tripartito. Pero la violencia está protagonizada también por jóvenes independentistas, muchos de ellos menores de edad. El periodista de La Vanguardia Francesc Bracero, que caminó toda una noche entre los grupos incendiarios oyendo conversaciones, ha escrito con rotundidad a Quim Torra: «Estos vándalos son de los suyos. Nada de infiltrados, ni provocadores». «Que cada cual asuma sus vándalos», tituló. Son demasiados años de adoctrinamiento y de escuchar a líderes «saltándose normas y haciendo declaraciones de desobediencia».

¿Y qué hacen los servicios secretos policiales? Pues, de momento, evitar la llegada de trescientos agitadores antisistema, ansiosos de la adrenalina del riesgo y expertos en lucha urbana, que al olor del conflicto, ya viajaban desde Italia, Francia, Alemania o Grecia. ¿Y qué más? Identificar y acumular pruebas. No descarten una ola detenciones en horas. Hay que actuar ya con decisión y desactivar esa bomba que castiga la convivencia. Sánchez debe medir bien la espera, o se abrasará en las urnas.

Cataluña se ha convertido, además, en un campo de batalla de noticias falsas. favorecedoras de la excitación popular. El excelente trabajo de Maldito Bulo -búsquenlo en Twitter- ha desmontado ya más de 30 calumnias y alarmas, como que Madrid habría enviado legionarios a Barcelona en coches discretos; o demostrando que una foto de supuestos policías infiltrados en las manifestaciones del Procés es de hace 5 años.

Huérfanos de liderazgo político, los ciudadanos toman iniciativas. Cristina, una farmacéutica catalana, ha colgado lazos blancos en su balcón para pedir que esto pare. Que cada uno exhiba el lazo que quiera pero, al lado, el lazo blanco de la paz. Nos queda la sociedad civil.

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