La crisis que hoy vive la UE no tiene precedentes en su historia. Los británicos serán, seguramente, los primeros en experimentar el coste de una «no Europa» si prospera el Brexit, puesto que estamos ya en vísperas de que algo pase, aunque nadie se atreve a vaticinar qué. Pero esta crisis va más allá del Brexit, es aún más profunda. No se parece a otras sufridas desde el comienzo del proceso de construcción europea -allá por 1951, con la CECA-, puesto que lo que subyace, en esta ocasión, es el cuestionamiento de los propios principios y valores en los que la UE se fundamenta y que creíamos indiscutibles hasta el momento.

Paradójicamente, esto sucede justo cuando la última reforma de los Tratados que entró en vigor en 2009 -con el Tratado de Lisboa-, establece por fin de forma clara en su artículo 2 cuáles son esos valores: la dignidad humana, los derechos humanos, la democracia, el estado de derecho o la igualdad, entre otros. Temas en los que no valen las medias tintas.

Sin embargo, cada vez son más los Estados miembros de la UE en los que surgen populismos y nacionalismos que cuestionan el cumplimiento de estos principios y valores europeos fundamentales. Cada vez más se arguye que, para que haya democracia, basta con poner urnas a intervalos regulares pero que, una vez ganadas las elecciones, si el partido en el poder cuenta con un respaldo amplio, puede amordazar a los medios de comunicación, dificultar la labor de las ONG, intervenir el poder judicial, amedrentar a quien se oponga a los planes del líder, desoír las leyes y hasta echar el cerrojo al parlamento si se tercia. Esta «democracia iliberal», se la vista como se la vista, no es democracia.

No, por favor. Dejemos de torturar los términos, de manipular las palabras, dejemos de hacerlas significar lo que no significan. La democracia no es solo garantizar elecciones. La democracia es también pluralismo político y social, es separación de poderes e independencia judicial, es libertad de expresión y de prensa, es seguridad jurídica e imperio de la ley, es estado de derecho, tolerancia y justicia.

Los movimientos populistas y nacionalistas que cuestionan estos principios democráticos esenciales empezaron a sentirse primero en algunos de los países miembros más recientes de la UE, los que provenían del antiguo «telón de acero». Eran Estados que no habían tenido tiempo para hacer su propia transición a la democracia de modo bien reflexionado y consensuado; que no pudieron hacer su acercamiento a la UE de forma natural, como lo hicimos los Estados del Sur de Europa tras las dictaduras militares que acabaron en los 70, en Grecia, España y Portugal.

La incorporación de estos nuevos Estados a la UE fue excesivamente rápida y en ese proceso fueron demasiado tutelados y acompañados -con la mejor de las intenciones- por las instituciones europeas que, en aquel tiempo, llamábamos «de corte occidental» (Consejo de Europa y UE principalmente, pero también OTAN y OCDE). Se les llevó de la mano hacia las reglas del estado de derecho, pero parece que estas reglas no han sido lo suficientemente interiorizadas.

Estos movimientos populistas y nacionalistas se propagan ya como un cáncer por el resto de Estados, incluso, sorprendentemente, en países fundadores de la UE donde parecía que los valores en los que esta se basa estaban cimentados en roca firme.

En la historia de la UE siempre ha habido periodos de euro-optimismo, seguidos de otros tantos de euro-pesimismo. En los primeros, la UE ha dado pasos de gigante hacia una mayor integración, mientras que en los segundos se ha estancado o incluso se ha retraído. No nos debería sorprender por tanto sufrir una nueva crisis. Sin embargo, lo que diferencia al momento actual de otros periodos de aprieto para el proyecto europeo es que nunca antes lo que se había cuestionado eran los valores que son la esencia de la UE.

Podía discutirse si ampliación sí o no, si profundización sí o no, si cesión de políticas sí o no€ Pero nunca se puso en cuestión la vigencia de los principios que son la argamasa y el pilar nuclear de la Unión. En tela de juicio está la necesidad, relevancia y legitimidad de una Europa unida, esto es, la existencia misma de la Unión. El populismo y el nacionalismo, que ataca a los Estados miembros, ataca también por tanto a la UE.

Ante la gravedad del escenario, la Cátedra Jean Monnet del Programa Erasmus+ que dirijo en la Universidad CEU Cardenal Herrera, ha reunido en València, con la colaboración de la Generalitat Valenciana, a una decena de expertos internacionales, para analizar el futuro de la UE y el coste de una «no Europa». Ante los cantos de sirena que quieren hacer creer que lo progresista es cuestionar el proyecto europeo y lo carca es defender la UE, en este encuentro internacional en la CEU UCH llegamos a la conclusión de que la realidad es justo la contraria: lo progresista es defender Europa.

De hecho, nuestra receta para salir de esta crisis sin precedentes no es otra que proponer «más Europa». Es decir, reforzar las instituciones de la UE, reformando lo que haya que reformar, para que sean más transparentes, responsables y sepan comunicar sus logros. Mejorar los mecanismos legislativos y judiciales, también y sobre todo los de defensa del estado de derecho, incluido el artículo 7 del Tratado de la Unión. Y avanzar en los derechos de ciudadanía para construir, por utópico que parezca, un auténtico demos europeo.