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El hombre que desterró la tecnología y fue feliz

Érase una vez un hombre que se "desenchufó". Por completo. Eric Brende era un ingeniero del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts). Un cerebro privilegiado. Y un disidente, a su manera: se infiltró en el centro para conocerlo bien. Y, quizá, cambiarlo. Brende tenía tatuado en la memoria el recuerdo de un padre que pasaba más tiempo con el ordenador que con su familia. Y decidió que la mejor vía de conocimiento sobre la influencia de las nuevas tecnologías en la vida de los seres humanos era dejarlo todo y colarse en una comunidad amish, donde todo es básico, esencial, como si el tiempo se hubiera detenido hace siglos. Ser una persona atecnológica. Y a ver qué pasa.

Acompañado de su esposa, Brende experimentó lo que sucede cuando dejas fuera de tu existencia los móviles, los ordenadores, las tablets, los televisores? ¡Los coches! Todo lo que, en apariencia, nos facilitan las cosas. Y se encontró con que sucedía todo lo contrario: convertido en un náufrago tecnológico, Brende dispuso, de pronto, de mucho más tiempo libre sin necesidad de organizarlo y encasillarlo. Y su día a día se hizo más variado y complejo a partir del ejercicio de la sencillez. Trabajar en el campo, relató recientemente al diario "El País", fue muy enriquecedor "porque integraba todo tipo de actividades humanas que ahora empaquetamos en compartimentos separados: tienes relaciones sociales, conversas, haces ejercicio físico, educas a tus hijos, conectas con la naturaleza...". Vale, había contratiempos al principio, como la falta de frigorífico para guardar lo que cocinara, pero en el resto de actividades todo eran ventajas según él. Y nada de desconexión con el resto del planeta: "Es todo lo contrario. Estás desconectado de los medios, pero los medios no son realidad, los medios están entre la realidad y tú. Hemos invertido el orden natural de las cosas".

De eso hacer 15 años. Estaban a gusto pero no tenían intención de quedarse allí para siempre. Era un camino, no un fin. Brende escribió el libro "Feliz desconexión: apagar el interruptor de la tecnología". ¿Se puede considerar que su regreso a la vida "moderna" supuso una especie de fracaso y que él y su familia (con tres hijos ya incorporados) volvieron a los hábitos de siempre? No, y para dejar constancia de ello publicará en breve un segundo libro en el que relata cómo se aclimató a una ciudad de hoy (San Luis) con una filosofía amish en algunos puntos y sin más herramientas tecnológicas que aquellas que no usurpan actividades humanas: una nevera para conservar y un teléfono para comunicarse. Ojo: un teléfono fijo. Quietecito en la casa.

Así lo explica en la citada entrevista: "Mucha gente está inmersa en una vida que es más bien una especie de rueda de hámster, donde ganan dinero para pagar el coste de cosas que no necesitan. Nosotros vivimos en el umbral de la pobreza pero también vivimos una vida más rica que la gente a nuestro alrededor. Gano el dinero que necesito para comprar el tipo de cosas que realmente preciso para vivir, sobre todo comida". Vende sopa casera y se mueve en un taxi a pedales. Ejercicio, comunicación, sosiego y moderación. Subsistencia sin derroches. Y, como mucho, una conexión en Internet en un centro público para trabajar en su libro. Y sin pasarse.

No todo es de color de rosa. También hay espinas. Por ejemplo, con los hijos. Ya se sabe, crecen, a su alrededor todos sus compañeros y amigos tienen su teléfono inteligente y no quieren parecer tontos o anticuados: "Hasta que mi hija cumplió 18 años era una niña hermosa, que vivía en el momento, que era agradable tener en casa, pero tan pronto tuvo el móvil se volvió irritable, introvertida y adicta a ese teléfono? y fue de la noche a la mañana".

No es Brende alguien fundamentalista en sus tesis sobre la atecnología. Sabe que es imposible convencer a todo el mundo de que siga sus pasos. Ni siquiera a quienes le rodean. La (falsa) comodidad es tentadora. Rima con embaucadora. Pero sí tiene suficiente conocimiento de causa como para aconsejarnos una pausa gradual, desconectar en la medida de lo posible, tomarnos las tecnologías como una herramienta útil y no como una adicción que nos haga depender de ellas para casi todo. Ser un poco náufragos para disfrutar más de nuestras islas, de quienes nos rodean. De nosotros mismos, en definitiva. El credo de Brende propone: levantemos la cabeza de las pantallas, rompamos las cadenas tecnológicas que nos "zombifican": hay un mundo gigantesco ahí fuera que nos estamos perdiendo.

¿Hacemos caso a Brende o bloqueamos su llamada?

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