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La teta de mi madre

Estaba exprimiendo la última gota de mi visado en India pero aún no era capaz de volver a España. Necesitaba seguir escapando -que no huyendo, otro día os explico la diferencia- y con el mapa extendido sobre aquella cama más dura que el copón, en el mínimo espacio a salvo de la mosquitera, compré -por comprarlo hacia algún lugar-, un billete a Grecia. Mi madre, sin capacidad alguna para negociar con semejante cabezota, se conformaba con este acercamiento. Ya desde Grecia el sonido de las llamadas no le llegaba con eco. Aquel retardo de la voz viajando desde 10.000 kilómetros a ella, totalmente fuera de cualquier comunicación digital, le estresaba enormemente. Solo decía con la voz atragantada: «No te oigo bien. Ni siquiera te puedo oír».

Pero en Grecia, persiguiendo evzones, ya con un diálogo nítido, pudo decirme que le habían encontrado un bulto, pero que ya ves tú qué preocupación, que ya le habían dicho que, a su edad, ni una posibilidad pequeña de un cáncer de mama. Y supongo que hablaríamos entonces de las lechugas y de los tomates del huerto. De cosas importantes de verdad porque el cuándo iba a volver yo al mundo, ni se tocaba.

Semanas después, estaba en Hungría, persiguiendo nazis, o lo muchísimo que queda de ellos, cuando le hicieron las pruebas y los tomates debían estar en todo su esplendor y a saber si este año tantos caballones de fresas, también cuando le dieron los resultados: cáncer. Era cáncer. Solo puedo decir en nuestra defensa, que nos pilló por sorpresa, como siempre el cáncer y la muerte debieran pillarte y no como murió mi padre, que llevaba lo menos veinte años muriendo.

De repente, el mapa extendido sobre esvásticas grabadas en cualquier banco de madera, era solamente para buscar la ruta más corta a Ibiza. Y en nuestra defensa diré que en ni en el día a día, ni en nochebuenas, pero a las duras siempre, siempre hemos estado. Así, mi hija viajando desde un lado del mundo, y yo del otro, nos encontramos en aquella vieja casa con huerto de la niñez, porque aquello era asunto importante, tanto más que urgente. Y además de estas tres generaciones de mujeres, aunque no tengo pruebas, tampoco dudas, también estaba mi abuela Catalina que, donde quiera que ahora habite, vino a hacer guardia en la esquina de una cama, para cuidar de su hija, de su nieta y su biznieta de manera simultánea, como la gran malabarista que siempre fue.

Una de mis sobrinas, fuera, se había quedado llorando. Muy pronto les había pillado descubrir que la vida, a veces, se acaba. Y el cáncer es lo que tiene -o esa sensación me da-, asusta más a la distancia que cuando lo miras a los ojos. Asusta más desde fuera que cuando andas ocupado intentando escupirlo de dentro. Así que, en uno de mis ejercicios diarios de respirar hondo y atender llamadas y contar mil veces lo mismo, a ratos con la voz llegando en retardo -que te da tiempo a reabsorber las lágrimas-, a ratos, en otros idiomas: el idioma de los viejos, el idioma de los niños; llamé a mi sobrina y en mi defensa diré que fue con la premeditación y alevosía de hacerla reír. Le dije que era el momento oportuno de decir: «La vida es una mierda». Pero que no era verdad, que la vida es maravillosa. Le hablé de una viñeta de Charly y Snoopy que me encanta. Uno le dice al otro: «Un día nos vamos a morir», y el otro contesta: «Ya, pero los otros no». Y que en esas andábamos. Que va y resulta que hoy era uno de aquellos días. Le conté que una noche antes del quirófano, la llamé, como hago siempre, de camino a aquella casa, como si fuera la emergencia más urgente del mundo mundial para decirle a gritos desde el manos libres del coche: «Corre, corre, ponte muy guapa, que te llevo a cenar!». Y que desde aquella vez que la llevé a Villa Mercedes y un camarero adulador la estuvo piropeando toda la noche, vaya que se pone guapa cada vez que la invito. Que me dice: «A lo mejor lo hace porque pago, por si le doy una propina, pero me da lo mismo. A mí me gusta». Y no se me ocurrió, dadas las circunstancias, una mejor metáfora de la vida.

No quiero aquí hacer spoiler -perdón, pero el equivalente castellano de destripar me parece feo en el contexto- de cómo acaba esta historia, porque, con permiso del lector, esta historia ni acaba, ni es mía, que es de todos. Porque todos tenemos cerca o directamente encima, a alguien interpretando cualquiera de los papeles de esta película y de no ser el caso -vuelvo a hacer spoiler-, por desgracia, lo interpretará. Solo espero, por Dios, que el cáncer le pille por sorpresa y que aproveche para agarrarse muy muy fuerte a una teta, una próstata, o a un pulmón. Donde la vida decida que toca agarrarse. Y que recuerde, ojalá, esas sabias palabras de los filósofos Charly y Snoopy y otras con las que suelo salir por peteneras -que no huyendo- cuando alguien insiste en que destripe un final: «Todo acabará bien y, si no es así, ten por seguro, es que aún no es el final».

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